La gaviota. Antón Chéjov

Imagen

La gaviota
A . Chéjov

Comedia en cuatro actos
PERSONAJES:

IRINA NIKOLAIEVNA ARKÁDINA, viuda de
Trepliov, actriz

KONSTANTÍN GAVRÍLOVICH TREPLIOV, su
hijo, joven

PIOTR NIKOLAIEVICH SORIN, hermano de
Irina

NINA MIJAILOVNA ZARIECHNAIA, joven hija
de un rico terrateniente

ILYA AFANASIEVICH SHAMRÁIEV, teniente
retirado, administrador de Sorin

POLINA ANDRÉIEVNA, su mujer

MASHA, su hija

BORIS ALEXEIEVICH TRIGORIN, literato

EVGUENI SERGUEIEVICH DORN, médico

SEMIÓN SEMIONOVICH MEDVEDENKO,
maestro de escuela

YÁKOV, mozo

UN COCINERO

UNA DONCELLA

La acción se desarrolla en la finca de Sorin. Entre
los actos tercero y cuarto transcurren dos años.

ACTO PRIMERO
Rincón del parque en la finca de Sorin. Una amplia
avenida que, partiendo del espectador, se hunde
en el parque, lleva a un lago; en el paseo hay un tablado
provisional levantado para una representación
en familia; cierra por completo la vista del lago.
A derecha e izquierda del tablado, arbustos.
Algunas sillas, una mesita. Acaba de ponerse el
sol. En el tablado, tras el telón, YÁKOV y otros
trabajadores; se oyen toses y golpes. MASHA Y
MEDVEDENKO aparecen por la izquierda; regresan
de un paseo.

MEDVEDENKO – ¿Por qué va usted vestida
de negro siempre?

MASHA – Es luto que llevo por mi vida. Soy
desgraciada.

MEDVEDENKO – ¿Por qué? (Reflexionando.)
No lo comprendo… Usted goza de buena salud; su
padre, sin ser rico, tiene una posición acomodada.
Mi vida es mucho más dura que la suya. No gano
más que veintitrés rublos al mes, de los que aún se
me descuenta una parte para la jubilación, y a pesar
de todo no llevo luto. (Se sientan.)

MASHA – No es cuestión de dinero. Se puede
ser pobre y feliz.

MEDVEDENKO – En teoría, sí, pero en la
práctica vea usted lo que resulta. Somos cinco: mi
padre, dos hermanas, un hermanito y yo, y el sueldo
es de veintitrés rublos. Hay que comer y beber, ¿no
es cierto? También hay que comprar té y azúcar,
¿verdad? ¿Y tabaco? Pues arréglate como puedas.

MASHA (mirando hacia el tablado) – Pronto empezará
el espectáculo.

MEDVEDENKO – Sí. Actuará Zariéchnaia y la
obra es de Konstantín Gavrilovich. Están enamorados
el uno del otro y hoy sus almas se fundirán en
un vehemente deseo de crear una misma imagen
artística. En cambio, entre mi alma y la de usted no
hay puntos comunes de contacto. La amo, la angustia
no me deja permanecer en casa; cada día hago
seis verstas a pie para venir a verla, otras tantas de
vuelta, y no encuentro más que indiferencia por
parte suya. Es comprensible. No dispongo de recursos,
mi familia es numerosa… ¿Quién va a casarse
con un hombre que ni siquiera tiene de qué comer?

MASHA – Tonterías. (Aspira rapé.) Su amor me
conmueve, pero no puedo responder con recíproco
sentimiento, eso es todo. (Le ofrece la tabaquera.)
Sírvase.

MEDVEDENKO – No me apetece. (Pausa.)

MASHA – El aire es sofocante, es probable que
esta noche haya tempestad. Usted siempre está filosofando
o hablando de dinero. Para usted no hay
desgracia mayor que la de ser pobre; en cambio, para
mí es mil veces preferible ir harapiento y pedir
limosna que… De todos modos, esto usted no puede
comprenderlo…

Entran por la derecha SORIN Y TREPLIOV.
SORIN (apoyándose en un bastón)- Hermano, el
campo no me convence y, como es natural, nunca
me acostumbraré a vivir aquí. Ayer me acosté a las
diez y hoy me he despertado a las nueve con la sensación
de que, por el mucho dormir, el cerebro se
me había pegado al cráneo, eso es. (Se ríe.) Después
de comer, he vuelto a dormirme, sin querer, y ahora
me siento molido, tengo una pesadilla, al fin y al
cabo…

TREPLIOV- Tienes razón, necesitas vivir en la
ciudad. (Al ver a Masha y a Medvedenko.) Señores,
cuando empiece el espectáculo, les llamaremos ahora
no se puede estar aquí. Tengan la bondad de retirarse.

SORIN (a Masha)- María Ilínichna, haga el favor
de rogar a su papá que mande desatar el perro; si no
el animal no dejará de ladrar. Mi hermana no ha
podido pegar el ojo en toda la noche.

MASHA- Hable con mi padre usted mismo, yo
no lo haré. Con su permiso, señores. (A Medvedenko.)
¡Vámonos!

MEDVEDENKO (a Trepliov)- Cuando vayan a
empezar, mande usted aviso. (Salen los dos.)

SORIN- Total, que el perro volverá a ladrar toda
la noche. ¡Vaya historia! En el campo nunca he
vivido a gusto. Antes me tomaba a veces veintiocho
días de permiso y me venía aquí para descansar a
placer, pero éste es un sitio donde tan pronto llegas
te asan con estupideces, así que ya el primer día te
entran ganas de marcharte. (Se ríe.) Siempre me he
marchado de aquí encantado de irme… Pero ahora
ya estoy retirado, no tengo adónde ir, ésta es la
cuestión. Me guste o no, aquí he de quedarme

YÁKOV (a Trepliov)- Konstantín Gavrílovich,
nos vamos a bañar…

TREPLIOV- Está bien, pero dentro de diez minutos
os quiero de vuelta. (Mira el reloj.) Pronto vamos
a empezar.

YÁKOV- Entendido. (Sale.)

TREPLIOV (dirigiendo la mirada al tablado)- Aquí
tienes un teatro. El telón, luego el primer bastidor,
luego el segundo y, después, espacio libre. Ninguna
decoración. La vista se abre directamente sobre el
lago y el horizonte. Levantaremos el telón a las
ocho y media en punto, cuando salga la luna.

SORIN- Magnífico.

TREPLIOV- Si Zariéchnaia llega tarde, se perderá
todo el efecto, naturalmente. Ya debería estar
aquí. Su padre y su madrastra la vigilan. A ella le es
tan difícil salir de su casa como salir de la cárcel.
(Ajusta la corbata de su tío.) Llevas la cabeza y la barba
sin arreglar. Me parece que deberías cortarte el pelo…

SORIN (peinándose la barba)- Es la tragedia de mi
vida… También cuando era joven parecía un borracho,
eso es. Las mujeres nunca me han querido.
(Sentándose.) ¿Por qué estará de mal humor mi hermana?

TREPLIOV- ¿Por qué? Se aburre. (Sentándose al
lado de Sorin.) Tiene envidia. Está contra mí, contra el
espectáculo y contra mi obra, porque no es ella la
que actúa, sino Zariéchnaia. Aún no conoce mi
obra, pero ya la odia.

SORIN (se ríe)- Invenciones tuyas, la verdad…

TREPLIOV- Le duele que en una escena tan
pequeña como ésta sea Zariéchnaia y no ella la que
coseche los aplausos. (Mira el reto¡.) Es todo un caso
psicológico mi madre. Tiene talento, no hay duda;
es inteligente, es capaz de conmoverse y llorar leyendo
un libro, puede recitarte de memoria a
Nekrásov de cabo a rabo; asiste a los enfermos como
un ángel; ¡pero que no se te ocurra, en presencia
suya, decir unas palabras de alabanza para la Duse!
¡Avisado estás! Hay que alabarla sólo a ella, hay que
escribir sólo acerca de ella, hay que gritar de entusiasmo
por su extraordinaria interpretación de La
Dame aux camélias o de Los efluvios de la vida; pero como
aquí, en el campo, este opio falta, ella se aburre y
se irrita, todos somos enemigos suyos, todos somos
culpables. Además, es supersticiosa, tiene miedo a
tres velas encendidas y al número trece. Es avara.
En un Banco de Odesa guarda setenta mil rublos,
me consta. Pero si le pides que te preste algo se te
pone a llorar.

SORIN- Se te ha metido en la cabeza que tu
obra no gustará a tu madre y ya te inquietas, eso es.
Tranquilízate, tu madre te adora.

TREPLIOV (deshojando una flor)- Me quiere, no
me quiere. Me quiere, no me quiere. Me quiere, no
me quiere. Me quiere, no me quiere. (Se ríe.) ¿Ves?
Mi madre no me quiere. ¡A ver! Ella desea vivir,
amar, ponerse blusas claras, y yo he cumplido ya
veinticinco años, le estoy recordando constantemente
que ya no es joven. Cuando yo no estoy, ella
tiene sólo treinta y dos años; cuando estoy, tiene
cuarenta y tres: por esto me odia. Además, sabe que
yo no acepto el teatro. A ella el teatro le gusta; le
parece que, con el teatro, presta un servicio a la humanidad,
al sagrado arte; en cambio, yo creo que el
teatro contemporáneo no es más que rutina y prejuicios.
Cuando se levanta el telón y a la luz crepuscular,
en una estancia de tres paredes, esos grandes
talentos, sacerdotes del sagrado arte, representan de
qué modo las personas comen, beben, aman, caminan
y llevan sus chaquetas; cuando de unas escenas
y frases triviales intentan sacar lecciones de moral,
de una moral canija, sin complicaciones, útil para la
vida doméstica; cuando, en mil variantes me sirven
siempre la misma cosa, la misma cosa, la misma cosa,
huyo y huyo, como Maupassant huía de la torre
Eiffel, cuya vulgaridad le aplastaba el cerebro.

SORIN- No se puede prescindir del teatro.

TREPLIOV- Hacen falta nuevas formas. Nuevas
formas hacen falta , y si no se encuentran, mejor
es nada. (Mira el reloj.) Amo a mi madre, la quiero
mucho; pero ella lleva una vida absurda, siempre va
de un lado a otro con ese literato, constantemente
su nombre figura en los periódicos, y esto me cansa.
A veces habla en mí el egoísmo de un simple mortal,
nada más; a veces siento que mi madre sea una
actriz conocida, y me parece que si fuera una mujer
como tantas otras, yo sería más feliz. Dígame, tío, si
puede haber una situación más desesperada y absurda.
A veces recibe en casa visitas: son todas personas
célebres, artistas y escritores; entre ellos, el
único que no es nada soy yo; y me toleran por ser su
hijo. ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? He abandonado
la Universidad en el tercer curso por circunstancias,
como suele decirse, ajenas a la redacción; soy un
hombre sin talento y sin un ochavo, un simple vecino
de Kiev, según reza mi pasaporte. Es que mi pa dre era de Kiev, aunque también era un actor de nota. Bueno, pues cuando, a veces, en el salón de mi
madre, todos esos artistas y escritores me conceden
su benevolente atención, me parece que con su mirada
miden mi insignificancia; yo adivino sus pensamientos
y sufro de humillación.

SORIN- A propósito, a ver si me dices qué clase
de hombre es ese literato. No hay modo de comprenderle.
Siempre está callado.

TREPLIOV- Es un hombre inteligente, sencillo,
un poco melancólico, ¿sabes? Es muy formal. Aún
le falta bastante para llegar a los cuarenta años y ya
es famoso y nada en la abundancia… En cuanto a lo
que escribe… ¿qué puedo decirte? Es agradable, tiene
chispa… Pero… después de Tolstói o de Zola no
apetece leer a Trigorin.

SORIN- Pues a mí los literatos me son simpáticos.
En mis tiempos, dos cosas quería yo con pasión:
casarme y hacerme escritor, pero no conseguí
ninguna de las dos. Sí. Al fin y al cabo, hasta ser un
escritor de pocos vuelos resulta agradable.

TREPLIOV (se pone a escuchar)- Oigo pasos…
(Abraza a su tío.) No puedo vivir sin ella. Hasta el
ruido de sus pisadas es encantador… Estoy loco de
felicidad. (Se dirige rápidamente al encuentro de Nina Zariéchnaia,
que entra.) Mi hada, sueño de mi vida…

NINA (emocionada)- No he llegado tarde… Naturalmente,
no he llegado tarde…

TREPLIOV (besándole las manos)- No, no, no…

NINA- He estado inquieta todo el día, ¡tenía
tanto miedo! Temía que mi padre no me dejase salir…
Pero hace poco que se ha ido con mi madrastra.
El cielo está rojo, ya empieza a salir la luna, y yo he
arreado el caballo, ¡cómo lo he arreado! (Se ríe.) Pero
estoy contenta. (Estrecha con fuerza la mano de Sorin.)

SORIN (se ríe)- Estos ojitos, al parecer, han llorado…
¡Ay, ay! ¡Eso no está bien!

NINA- Sí, es cierto… Ya ve cómo me cuesta respirar.
Dentro de media hora me iré, hay que darse
prisa. Por Dios, no me retengan, no puedo, no puedo.
Mi padre no sabe que estoy aquí.

TREPLIOV- En verdad, ya es hora de empezar,
hay que llamar a todo el mundo.

SORIN- Iré yo, eso es. Ahora mismo. (Se dirige
hacia la derecha y canta.) «A Francia van dos granaderos…»
(Mira a su alrededor.) Una vez me puse a cantar
de este modo y un fiscal delegado me dijo: «Tiene
una voz muy potente, Excelencia»… Luego reflexionó un poco y añadió: «Pero… desagradable». (Se ríe y
sale.)

NINA- Mi padre y su mujer no me dejan venir
aquí. Dicen que esto es la bohemia… tienen miedo
de que me haga actriz… Y yo siento atracción por
este lugar, por este lago, como una gaviota… Usted
llena todo mi corazón. (Mira en torno.)

TREPLIOV- Estamos solos.

NINA- Me parece que hay alguien allí…

TREPLIOV- No hay nadie. (Se besan.)

NINA- ¿Qué árbol es éste?

TREPLIOV- Un olmo.

NINA- ¿Por qué es tan oscuro?

TREPLIOV- Porque ya anochece y todos los
objetos se vuelven oscuros. No se vaya tan pronto,
se lo suplico.

NINA- Imposible.

TREPLIOV- ¿Y si voy yo a su casa, Nina? Me
pasaré toda la noche en el jardín contemplando su
ventana.

NINA- Imposible, le vería el guarda. Tesoro aún
no está acostumbrado a usted y ladraría.

TREPLIOV- La amo, Nina.

NINA- Chist…

TREPLIOV (oyendo pasos)- ¿Quién hay? ¿Es usted,
Yakov?

YÁKOV (detrás del tablado)- El mismo.

TREPLIOV- Que cada uno se ponga en su sitio.
Ya es hora. Sale la luna.

YÁKOV- Así es

TREPLIOV- ¿Hay alcohol? ¿Y azufre? Cuando
aparezcan los ojos rojos tiene que oler a azufre. (A
Nina.) Vaya usted, ya está todo a punto. ¿Está nerviosa?…
NINA- Sí, mucho. Que esté su mamá, pase; a su
mamá no le tengo miedo, pero está Trigorin… Actuar
ante é1 me asusta, me da vergüenza… Es un
escritor célebre… ¿Es joven?

TREPLIOV- Sí.

NINA- ¡Qué maravillosos sus relatos!

TREPLIOV (fríamente)- No sé, no los he leído.

NINA- La obra que ha escrito usted es difícil de
representar. No tiene personajes vivos.

TREPLIOV- ¡Personajes vivos! No hay que representar
la vida como es ni como debería ser, sino
como aparece en sueños.

NINA- En su obra hay poca acción, todo son
párrafos largos. Además, yo creo que en una obra
de teatro ha de figurar el amor… (Desaparecen los dos
por detrás del tablado.)

Entran POLINA ANDRÉIEVNA y DORN.
POLINA ANDRÉIEVNA- Comienza a notarse
la humedad. Vuelva a casa y póngase los chanclos.

DORN- Tengo calor.

POLINA ANDRÉIEVNA- Usted no se cuida.
Eso es terquedad. Usted es médico y sabe muy bien
que el aire húmedo le perjudica, pero lo que quiere
es hacerme sufrir; ayer se quedó usted aposta en la
terraza durante toda la velada…

DORN (canturreando)- «No digas que has perdido
la juventud.»

POLINA ANDRÉIEVNA- Esta usted tan entusiasmado
hablando con Irina Nikoláievna que ni se
daba cuenta del relente. Confiese que ella le gusta.

DORN- Tengo cincuenta y cinco años.

POLINA ANDRÉIEVNA- Bagatelas: para un
hombre esto no es ser viejo. Usted se conserva
magníficamente y aún gusta a las mujeres.

DORN- Bueno, pero ¿qué es lo que desea usted?

POLINA ANDRÉIEVNA- Ante una actriz, todos
están dispuestos a hincarse de rodillas. ¡Todos!

DORN (canturreando)- “Otra vez ante ti. . .” Que
en la sociedad se estime a los artistas y se les trate de
manera distinta que, por ejemplo, a los mercaderes,
está en el orden de las cosas. Esto es idealismo.

POLINA ANDRÉIEVA- Las mujeres siempre
se han enamorado de usted y se le han colgado del
cuello. ¿Esto también es idealismo?

DORN (encogiéndose de hombros)- ¿Qué puedo decirle?
Ha habido mucho de bueno en el trato que me
han dispensado las mujeres. En mí estimaban, sobre
todo, al excelente médico. Hace diez o quince años,
¿recuerda usted?, yo era el único tocólogo de la provincia.
Además, siempre he sido un hombre honesto.

POLINA ANDRÉIEVNA (le toma de la mano)-
¡Querido!

DORN- Cuidado. Vienen.

Entran ARKÁDINA, del brazo de SORIN,
TRIGORIN, SHAMRÁIEV, MEDVEDENKO Y
MASHA.

SHAMRÁIEV- En 1873, en la feria de Poltava,
actuó maravillosamente. ¡Qué entusiasmo! ¡Aquella
actriz era un prodigio! ¿No sabría usted también,
por ventura, dónde se encuentra ahora el cómico
Chadin, Pável Semiónich? En el papel de Raspliúev
era inimitable, mejor que Sadovski, se lo juro, mi
honorable señora. ¿Dónde está ahora?

ARKÁDINA- Usted siempre me pregunta por
personajes antediluvianos. ¡De dónde quiere que lo
sepa! (Se sienta.)

SHAMRÁIEV (suspirando)- ¡Pashka Chadin!
Actores como él hoy no se encuentran. ¡El teatro ha
venido a menos, Irina Nikoláievna! ¡Antes había
poderosos robles, ahora vemos sólo las astillas!

DORN- Ahora hay pocos talentos excepcionales,
es cierto; pero el actor medio está a mayor altura.

SHAMRÁIEV- No estoy de acuerdo con usted.
De todos modos esto es cuestión de gustos. De gustibus
aut bene, aut nihil1

TREPLIOV aparece detrás del tablado.
1 Confusión de dos proverbios latinos: De mortuis aut bene, aut nihil (“de los
muertos a hablar bien o nada”) y De gustibus non disputandum (“de gustos no hay
nada escrito”).

ARKÁDINA (al hijo)- Mi querido hijo, ¿cuándo
se empieza?

TREPLIOV- Dentro de un momento. Les suplico
un poco de paciencia.

ARKÁDINA (recitando un fragmento de Hamlet)-
«¡Hijo mío! Me has vuelto los ojos hacia el interior
del alma y la he visto cubierta de sangrientas y
mortales heridas, ¡no hay salvación! «

TREPLIOV (recitando otro fragmento de Hamlet)-
“¿Y por qué has cedido al vicio y has buscado el
amor en el abismo del crimen?»
Tocan un caramillo detrás del tablado.

TREPLIOV- ¡Señores, empezamos! ¡Atención,
por favor! (Pausa.) Empiezo. (Da unos golpes con un
bastón, dice en voz alta) ¡Oh, viejas sombras venerables
que flotáis por la noche sobre este lago, adormecednos,
haced que veamos en sueños lo que habrá
dentro de doscientos mil años!

SORIN- Dentro de doscientos mil años no habrá
nada.

TREPLIOV- Bien, pues que nos representen
esta nada.

ARKÁDINA- Sea. Nosotros dormimos.
Se levanta el telón; se descubre la vista del lago; la
luna se eleva sobre el horizonte y se refleja en el
agua; sobre una piedra grande está sentada NINA

ZARIECHNAIA, vestida de blanco.

NINA- Los hombres, los leones, las águilas y las
perdices, los astados venados, los gansos, las arañas,
los callados peces pobladores de las aguas, las estrellas
marinas y los seres que no podían ser vistos por
el ojo humano, en una palabra, todas las vidas, todas
las vidas, todas las vidas, acabado su triste ciclo,
se han extinguido. . . Hace ya miles de siglos que la
tierra no lleva en sí ni un ser vivo y esta pobre luna
en vano enciende su farol. En el prado ya no se
despiertan las grullas con su grito ni se oye el zumbar
de los moscardones de mayo entre el follaje de
los tilos. Hace frío, frío, frío. Es el vacío, vacío, vacío.
Es pavoroso, pavoroso, pavoroso… (Pausa.) Los
cuerpos de los seres vivos se han reducido a polvo y
la eterna materia los ha convertido en piedras, en
agua, en nubes; las almas de todos ellos se han fundido
en una sola. El alma general del mundo soy
yo…yo… En mí está el alma de Alejandro Magno,

de Cesar, de Shakespeare, de Napoleón y de la última
sanguijuela. En mí, las conciencias de los hombres
se han fundido con los instintos de los
animales y yo lo recuerdo todo, todo, todo, y vuelvo
a vivir en mí misma cada una de las vidas. (Aparecen
fuegos fatuos.)

ARKÁDINA (en voz baja)- Esto tiene algo de decadente.

TREPLIOV (suplicante y en tono de desaprobación)-
¡Mamá!

NINA- Soy una mujer sola. Una vez cada cien
años abro los labios para hablar y mi voz resuena
tristemente en este vacío, nadie oye… Tampoco vosotros,
pálidos fuegos fatuos, me oís… Cuando se
acerca la madrugada os engendra el putrefacto pantano
y erráis hasta que sale la aurora, pero sin pensamiento,
sin voluntad, sin la palpitación de la vida.
Temeroso de que surja en vosotros la vida, el padre
de la materia eterna, el diablo, hace que a cada instante
cambien en vosotros los ánimos, lo mismo
que en las piedras y en el agua, y os modificáis sin
cesar. En todo el universo, tan sólo el espíritu permanece
fijo e inmutable. (Pausa.) Como prisionero
arrojado a un pozo profundo y vacío, no sé dónde
estoy ni lo que me espera. Una cosa no se me oculta,
y es que en la lucha tenaz y cruel con el diablo, principio
de las fuerzas materiales, me será dado vencer;
después, materia y espíritu se fundirán en una armonía
admirable y comenzará el reinado de la voluntad
universal. Pero esto ocurrirá sólo cuando,
poco a poco, después de una larga, larga serie de
milenios, la Luna, el brillante Sirio y la Tierra se
conviertan en polvo… Hasta entonces, será terrible,
terrible…
Pausa; al fondo del lago aparecen dos puntos rojos.
Se acerca mi poderoso enemigo, el diablo. Veo
sus ojos espantosos, purpúreos…

ARKÁDINA- Huele a azufre. ¿Tenía que oler
de este modo?

TREPLIOV- Sí.

ARKÁDINA (se ríe)- Vaya, hace efecto.

TREPLIOV- ¡Mamá!

NINA- Sin el hombre, se aburre…

POLINA.ANDRÉIEVNA (a Dorn)- Se ha quitado
el sombrero. Póngaselo, que se va a resfriar.

ARKÁDINA- El doctor se ha quitado el sombrero
ante el diablo, padre de la materia eterna.

TREPLIOV (furioso, gritando)- ¡Se ha acabado la
obra! ¡Basta! ¡Telón!

ARKÁDINA- ¿Por qué te enfadas?

TREPLIOV- ¡Basta! ¡El telón! ¡Bajad el telón!
(Dando unos golpes con el pie) ¡Telón! (El telón baja.) ¡Mil
perdones! Se me había olvidado que escribir obras y
actuar en escena está reservado a unos pocos elegidos.
¡He violado el monopolio! A mí… yo… (Aún
quiere decir algo más, pero hace un gesto con la mano y sale
por la izquierda.)

ARKÁDINA- ¿Qué mosca le ha picado?

SORIN- Irina, hermana mía, no es posible tratar
de ese modo un amor propio juvenil.

ARKÁDINA- ¿Pero qué le he dicho?

SORIN- Le has ofendido.

ARKÁDINA- Ël mismo nos ha advertido que
se trataba de una broma, y yo he tomado su obra
como si fuera verdaderamente una broma.

SORIN- De todos modos…

ARKÁDINA- ¡Ahora resulta que ha escrito una
gran obra! ¡Vaya con el niño! Así pues, ha organizado
este espectáculo y nos ha perfumado con azufre
no para bromear, sino para hacernos una demostración…
Ha querido darnos una lección de cómo se ha
de escribir y qué se ha de representar. Esto comien za ya a ser pesado. Esas constantes salidas de tono
contra mí y esos alfilerazos, digan ustedes lo que
quieran, ¡son para acabar con la paciencia del más
pintado! ¡Es un caprichoso, cargado de amor propio!

SORIN- El quería darte una alegría.

ARKÁDINA- ¿Sí? Pues podía haber elegido una
obra de las que se estilan y no obligamos a escuchar
ese decadente extravío. Si se trata de una broma,
estoy dispuesta a escuchar incluso extravíos, pero é1
nos viene con la pretensión de mostrar formas nuevas
y abrir una nueva era en el arte. Y creo que no
estamos ante una forma nueva, sino, simplemente,
ante un mal carácter.

TRIGORIN- Cada uno escribe como quiere y
como puede.

ARKÁDINA- Que escriba como quiera y como
pueda, pero que haga el favor de dejarme en paz.

DORN- Júpiter, te enojas…

ARKÁDINA- Yo no soy Júpiter, sino una mujer.
(Enciende un cigarrillo.) No me enojo, sólo lamento
que un joven pase el tiempo de manera tan aburrida.
No quería ofenderle.

MEDVEDENKO- Nadie tiene motivos para
separar el espíritu de la materia, pues quizás el propio espíritu es un conjunto de átomos materiales.
(Vivamente, a Trigorin.) Lo que sí estaría bien, ¿sabe
usted?, sería describir en una obra y luego representar
en la escena cómo vivimos nosotros, los
maestros. ¡Nuestra vida es dura, dura!

ARKÁDINA- Sí, es justo, pero no hablemos de
obras de teatro ni de átomos. ¡Es tan hermosa esta
noche! ¿Oyen, señores? Cantan. (Escucha.) ¡Qué
agradable!

POLINA ANDRÉIEVNA- Es en la otra orilla.
(Pausa.)

ARKÁDINA (a Trigorin)- Siéntese a mí lado.
Hace diez o quince años, aquí, en este lago, casi todas
las noches se oía música y canto. En esta orilla
hay siete grandes fincas. Me acuerdo de las risas, del
alboroto, de los disparos, y todo eran amores, idilios…
El jeune premier e ídolo de todas esas seis fincas
era, entonces, ese señor a quien le presento (señala
con la cabeza a Dorn), el doctor Evgueni Sergueich.
Todavía ahora es encantador, pero entonces era
irresistible. De todos modos, empieza a morderme
la conciencia. ¿Por qué habré ofendido a mi pobre
rnuchacho? Estoy intranquila. (En voz alta.) ¡Kostia!
¡Hijo! ¡Kostia!

MASHA- Voy a buscarle.

ARKÁDINA- Haga el favor, querida.

MASHA (va hacia la izquierda)- ¡A-u! ¡Konstantín

Gavrílovich!… i A-u! (Sale.)

NINA (apareciendo por detrás del tablado)- Por lo
visto no continuaremos; puedo irme. ¡Buenas noches!
(Besa a Arkádina y a Polina Andréievna.)

SORIN- ¡Bravo, bravo!

ARKÁDINA- ¡Bravo, bravo! La hemos estado
admirando. Con una figura como la suya y una voz
tan maravillosa, es un pecado quedarse escondida
en el campo. Usted tiene talento. No hay duda.
¿Oye? ¡Usted tiene la obligación de dedicarse a la
escena!

NINA- ¡Oh, éste es mi sueño! (Suspira.) Pero no
se cumplirá nunca.

ARKÁDINA- ¿Quién sabe? Permítame que le
presente: Trigorin, Boris Alexéievich.

NINA- Ah. qué contenta estoy… (Turbándose.)
Siempre le leo…

ARKÁDINA (haciéndola sentar a su lado)- No se
azore, querida. El señor Trigorin es un hombre célebre,
pero tiene el alma sencilla. ¿Ve? Él mismo se
ha azorado.

DORN- Supongo que ahora ya se puede levantar
el telón; así impresiona.

SHAMRÁIEV (en voz alta)- Yákov, ¿por qué no
levantas el telón?
El telón se levanta.

NINA (a Trigorin)- ¿Verdad que es una obra extraña?

TRIGORIN- No he comprendido nada. De todos
modos, he visto la representación con agrado.
Usted ha declamado con mucha sinceridad. También
la decoración era magnífica. (Pausa.) Debe de
haber muchos peces en este lago.

NINA- Sí.

TRIGORIN- Me gusta pescar con caña. Para mí
no hay mayor placer que sentarme al caer de la tarde
a la orilla y contemplar el flotador.

NINA- Pero yo me figuro que para quien ha experimentado
el placer de la creación artística, los
demás placeres ya no cuentan.

ARKÁDINA (riéndose)- No hable de este modo.
Cuando le dicen palabras agradables, eso le perjudica.

SHAMRÁIEV- Recuerdo que en el teatro de la
Opera de Moscú, una vez el famoso Silva cantó el
do de bajo. Como hecho adrede, aquel día ocupaba
un asiento de gallinero un bajo de los que cantan en
la capilla sinodal. De pronto, figúrense ustedes, cuál
no sería nuestra sorpresa, oímos que gritan desde el
gallinero: «¡Bravo. Silva!». ¡una octava entera más
baja!… Algo así como (con voz de bajo): «¡Bravo, Silva!»…
Nos quedamos petrificados. (Pausa)

DORN- Ha pasado un ángel silencioso volando.

NINA- He de irme. Adiós.

ARKÁDINA- ¿ Adónde? ¿Adónde ha de irse
tan pronto? No la dejaremos marchar.

NINA- Papá me espera.

ARKÁDINA- ¡Qué hombre, la verdad!… (Se besan.)
Bueno, qué le vamos a hacer. Es una pena dejarla
marchar, es una pena.

NINA- ¡Si supiera cuánto siento tener que irme!

ARKÁDINA- ¿Y si alguien la acompañara, pequeña
mía?

NINA (asustada)- ¡Oh, no, no!

SORIN (a Nina, suplicante)- ¡Quédese!

NINA- No puedo, Piotr Nikoláievich.

SORIN- Quédese una horita, eso es. Qué le
cuesta, la verdad…

NINA (después de reflexionar un instante, con lágrimas
en los ojos)- ¡Imposible! (Le estrecha la mano y se va rápidamente.)

ARKÁDINA- La verdad, es una chica desgraciada.
Dicen que su difunta madre, al morir, legó a
su esposo su enorme fortuna, hasta el último kopek,
y esta muchacha se ha quedado sin nada, pues el
padre ya lo ha legado todo a su segunda mujer. Es
indignante.

DORN- Sí, el papaíto es una bestia auténtica,
hay que hacerle plena justicia.

SORIN (frotándose las manos ateridas)- ¿Y si nos
fuéramos también nosotros, señores? Empieza a
notarse la humedad. A mí me duelen las piernas.

ARKÁDINA- Las tienes como de madera, apenas
andan. Bueno, vamos, infortunado viejo. (Le
toma del brazo.)

SHAMRÁIEV (ofreciendo el brazo a su mujer)- ¿Madame?

SORIN- Oigo ladrar al perro otra vez. (A Shamráiev.)
Tenga la bondad de mandar que lo desaten,
Ilyá Afanásievich.

SHAMRÁIEV- No es posible, Piotr Nikoláievich,
tengo miedo que me entren ladrones en el granero,
guardo allí el mijo. (A Medvedenko, que va a su
lado.) Sí, una octava entera más baja: «¡Bravo, Silva!»
Y no era un cantante, sino un simple cantor sinodal.

MEDVEDENKO- ¿Qué sueldo tiene un cantor
sinodal? (Se van todos menos Dorn.)

DORN (solo)- No sé, es posible que no entienda
nada o que me haya vuelto loco, pero la obra me ha
gustado. Tiene un algo. Cuando esa muchacha hablaba
de la soledad y luego, cuando han aparecido
los ojos rojos del diablo, me temblaban las manos
de emoción. Es juvenil, ingenua… Me parece que
por ahí llega él. Quisiera decirle muchas cosas agradables.

TREPLIOV (entra)- Ya no hay nadie.

DORN- Estoy yo.

TREPLIOV- Máshenka me está buscando por
todo el parque. Es una criatura insoportable.

DORN- Konstantín Gravílovich, su obra me ha
gustado extraordinariamente. Es un poco extraña,
no he oído el final, pero a pesar de todo me ha causado
una fuerte impresión. Es usted un hombre de
talento, ha de continuar.
Trepliov le estrecha con fuerza la mano y le abraza
con arrebatado impulso.

DORN- ¡Huy, qué nervioso! Con lágrimas en los
ojos… ¿Qué quería decirle? Usted ha buscado su
asunto en el terreno de las ideas abstractas. Así tenía
que hacerlo porque la obra de arte ha de expresar,
sin falta, alguna idea grande. Sólo es bello lo que es
serio. ¡Qué pálido está usted!

TREPLIOV- ¿Así, cree usted que he de continuar?

DORN- Sí… Pero represente sólo lo importante
y lo eterno. Ya sabe usted que mi vida no ha sido
nada monótona Y que la he saboreado, no me quejo;
pero si me hubiera sido dado experimentar la
exaltación que suelen sentir los artistas en los momentos
de su inspiración me parece que habría despreciado
mi envoltura material y todo cuanto a ella
se refería, y me habría elevado muy alto, muy por
encima de la tierra.

TREPLIOV- Perdón, ¿dónde está Zariéchnaia?

DORN- Y aún otra cosa. En la obra de arte ha
de haber una idea clara, precisa. Usted ha de saber
para qué escribe; de otro modo, si avanza usted por
ese pintoresco camino sin un objetivo determinado,
se extraviará y su talento se perderá.

TREPLIOV (impaciente)- ¿Dónde está Zariéchnaia?

DORN- Se ha ido a su casa.

TREPLIOV (desesperado)- ¿Qué hacer? Quiero
verla… Necesito verla… Iré. . .
Entra MASHA

DORN (a Trepliov)- Sosiéguese, amigo mío.

TREPLIOV- De todos modos, iré. He de ir.

MASHA- Vaya a casa, Konstantín Gavrílovich.
Su mamá le está esperando. Está intranquila.

TREPLIOV- Dígale que me he ido. Y a todos
ustedes les pido que me dejen en paz. ¡Déjenme!
¡No me sigan!

DORN- Bueno, bueno, amigo mío.. . No se
ponga así… No está bien.

TREPLIOV (con lágrimas en los ojos)- Adiós, doctor.
Gracias… (Se va.)

DORN (suspirando)- ¡Juventud, juventud!

MASHA- Cuando no se sabe qué otra cosa decir,
se dice: juventud, juventud… (Sorbe rapé.)

DORN (le toma la tabaquera y la arroja entre unos arbustos)-
¡Esto es feo! (Pausa.) Me parece que en la casa
hay música. Es preciso ir.

MASHA- Espere.

DORN- ¿Qué?

MASHA- Quiero decírselo otra vez. Deseo hablar
… (Agitada.) No amo a mi padre … pero mi corazón
confía en usted. No sé por qué, siento con
toda el alma que usted me comprende… Ayúdeme.
Ayúdeme, o haré una tontería, me burlaré de mi
propia vida, la pisotearé… No puedo más…

DORN- ¿Cómo? ¿En qué puedo ayudarle?

MASHA- Sufro. Nadie conoce mis sufrimientos,
¡nadie! (Le apoya la cabeza sobre el pecho; en voz baja.)
Amo a Konstantín.

DORN- ¡Qué nerviosos están todos! ¡Qué nerviosos
están todos! Y cuánto amor… ¡Oh, lago embrujado!
(Con ternura.) ¿Pero qué puedo hacer yo, hija
mía? ¿Qué? ¿Qué?

ACTO SEGUNDO
Campo de juego para croquet. En el fondo, a la
derecha, la casa con gran terraza; a la izquierda se ve
el lago en el cual, reflejándose, brilla el sol. Parterres.
Mediodía. Hace calor. Junto al campo de juego,
a la sombra le un viejo tilo, están sentados en un
banco ARKÁDINA, DORN y MASHA. Dorn tiene
un libro abierto sobre las rodillas.
ARKÁDINA (a Masha)- Verá, levantémonos. (Se
levantan las dos mujeres.) Pongámonos una al lado de la
otra. Usted tiene veintidós años, yo tengo casi el
doble. Evgueni Serguéievich, ¿cuál de nosotras parece
más joven?
DORN- Usted, sin duda.
ARKÁDINA- Ya ve… ¿Y por qué? Porque yo
trabajo, yo siento, estoy constantemente haciendo
A . C H É J O V
36
algo, y usted permanece siempre en el mismo lugar,
no vive… Además, yo me atengo a una norma: no
asomarme al futuro. Nunca pienso en la vejez ni en
la muerte. Lo que deba suceder sucederá.
MASHA- Pues yo experimento una sensación
como sí hubiera nacido hace ya mucho tiempo, muchísimo;
tiro de mi vida a rastras, como si se tratara
de una cola sin fin… A menudo no siento ningún
deseo de vivir. (Se sienta.) Naturalmente, todo eso
son tonterías. Es preciso reaccionar, arrojar de sí
todo eso.
DORN (canturrea en voz baja)- «Contadle a ella,
flores mías…»
ARKÁDINA- Y soy correcta como un inglés.
Yo, querida, me mantengo siempre en forma, como
suele decirse; voy siempre vestida y peinada comme il
faut. ¿Iba yo a permitirme salir de casa, aunque sólo
fuera al jardín, en blusa o sin peinar.? Jamás. Si me
he conservado tan bien, se debe precisamente a no
haber sido nunca una pepona, a no haberme abandonado,
como algunas hacen… (Da unos pasos por el
campo de croquet, en jarras.) Aquí me tiene, como una
pollita. Dispuesta a representar el papel de una muchacha
de quince años.

DORN- Bueno, de todos modos yo voy a continuar.
(Toma el libro.) Nos habíamos parado en lo del
tendero y las ratas. .

ARKÁDINA- Y las ratas. Lea (Se sienta.) Aunque,
démelo, leeré yo. Ahora me toca a mí. (Toma el
libro y busca el párrafo con la mirada.) Y las ratas. . . Aquí
está… (Lee.) «Y, desde luego, para las personas de la
alta sociedad, mimar a los novelistas y atraérselos
resulta tan peligroso como para un tratante en granos
criar ratas en sus graneros. Sin embargo, a los
novelistas se los quiere. Así, cuando una mujer ha
elegido al escritor al que desea prender en sus redes,
le asedia con cumplidos, atenciones y amabilidades…»
Bueno, esto quizá sea así entre los franceses,
pero en nuestro país no hay nada semejante, no se
dan programas de ninguna clase. Entre nosotros,
una mujer, antes de tender sus redes para prender a
un escritor, suele estar ya perdidamente enamorada
de él, ésta es la pura verdad. No es preciso ir muy
lejos para encontrar un ejemplo, vean el caso de
Trigorin y mío.

Entra SORIN, apoyándose en un bastón, acompañado
de NINA; tras ellos, MEDVDENKO empuja
un sillón de ruedas, vacío.

SORIN (en un tono como el que se emplea al acariciar a
los niños)- ¿Sí? ¿Estamos de fiesta? ¿Estamos contentos
al fin? (A su hermana.) ¡Estamos de fiesta! El
padre y la madrastra se han ido a Tver, y ahora, libres
por tres días.

NINA (se sienta al lado de Arkádina y la abraza)-
¡Soy feliz! Ahora les pertenezco a ustedes.

SORIN (se sienta en su sillón)- Hoy está guapita.

ARKÁDINA- Elegante, interesante… Por esto
es usted inteligente. (Besa a Nina.) Pero no hay que
cantar muchas alabanzas, que nos traería maleficio.
¿Dónde está Boris Alexéievich?

NINA- Está en la caseta de baño, pescando con
caña…

ARKÁDINA- ¡Córno no se hartará! (Se dispone a
continuar la lectura.)

NINA- ¿Qué está usted leyendo?

ARKÁDINA- Es Maupassant, querida: Sobre el
agua. (Lee algunas líneas para sí.) Bah, lo que sigue no
es interesante ni verdadero. (Cierra el libro.) Estoy
intranquila. Dígame, ¿qué tiene mi hijo? ¿Por qué
está tan mohíno y serio? Se pasa días enteros en el
lago y yo casi no le veo.

MASHA- Tiene el alma dolorida. (A Nina, tímidamente.)
Recitemos algún fragmento de su obra, se
lo ruego.

NINA (encogiéndose de hombros)- ¿Lo desea usted?
¿Tan interesante es?

MASHA (conteniendo el entusiasmo)- Cuando él
mismo recita alguna cosa, los ojos se le encienden y
1a cara se le vuelve pálida. Tiene una voz magnífica,
triste, las maneras, como las de un poeta.
Se oye roncar a Sorin.

DORN- ¡Buenas noches!

ARKÁDINA- ¡Petrusha!

SORIN- ¿Eh?

ARKÁDINA- ¿Duermes?

SORIN- Nada de eso.
Pausa.

ARKÁDINA- No te cuidas y eso no está bien,
hermano.

SORIN- Me cuidaría de mil amores, pero el
doctor no quiere.

DORN- ¡Cuidarse a los sesenta años!

SORIN- También a los sesenta años se tienen
ganas de vivir.

DORN (con desgano)- ¡Eh! Bueno, tome gotas de
valeriana.

ARKÁDINA- A mí me parece que no le sentaría
mal ir a alguna parte a seguir una cura de aguas.

DORN- Bueno. Puede ir. También puede no ir.

ARKÁDINA- A ver quién lo entiende.

DORN- No hay que entender nada. Todo está
claro.
Pausa.

MEDVEDENKO- Piotr Nikoláievich debería
dejar de fumar.

SORIN- Tonterías.

DORN- Nada de tonterías. El vino y el tabaco
despersonalizan. Después de un cigarro o de un
vasito de vodka, usted ya no es Piotr Nikoláievich,
sino Piotr Nikoláievich y alguien más; su “yo” se
dispersa y usted se trata a sí mismo como a una tercera
persona, como a un “él”.

SORIN (riéndose)- Usted sí que… puede hacer
comentarios. Usted ha vivido su vida. Pero, ¿y yo?
Yo he prestado servicios en el Departamento de
Justicia durante veintiocho años, y aún no he vivido,
no he experimentado nada, en resumidas cuentas; es
muy comprensible que tenga muchas ganas de vivir.
Usted está ahíto y es indiferente; por esto se siente
inclinado hacia la filosofía; en cambio, yo quiero
vivir y por esto bebo jerez en el almuerzo y fumo
cigarros, eso es. Y eso es todo.

DORN- Hay que tomar la vida en serio, y eso de
cuidarse a los sesenta años, lamentarse de haber disfrutado
poco en la juventud, usted perdone, es frivolidad.

MASHA (se levanta)- Es hora de almorzar, me
parece. (Camina perezosa, muellemente.) Se me ha dormido
una pierna… (Sale.)

DORN- Se va y antes de comer se echará al coleto
un par de vasitos de vodka.

SORIN- La pobrecita no sabe lo que es la felicidad.

DORN- Palabras, excelencia.

SORIN- Usted razona como persona ahíta.

ARKÁDINA- ¡Ah, qué puede haber más aburrido
que este agradable aburrimiento del campo!
Calor, calma, nadie hace nada, todo el mundo filosofa…
Con ustedes, amigos, se está bien, es grato
escucharles, pero. . . ¡cuánto mejor hallarse en la
habitación de una hostería estudiando un papel!

NINA (entusiasmada)- ¡Muy bien la comprendo!

SORIN- Claro, en la ciudad se está mejor. Te
quedas sentado en tu gabinete, el lacayo no deja entrar
a nadie sin anunciarlo previamente, tienes teléfono…
en la calle hay coches de punto y eso es…

DORN (canturreando)- » Contadle a ella, flores
mías…»

Entra SHAMRÁIEV; tras él, POLINA
ANDRÉIEVNA.

SHAMRÁIEV- Aquí están los nuestros. ¡Buenos
días! (Besa la mano a Arkádina; luego a Nina.) Encantado
de verlas gozando de buena salud. (A Arkádina.)
Mi mujer me dice que usted y ella tienen la intención
de ir a la ciudad esta tarde. ¿Es cierto?

ARKÁDINA- Sí, ésta es nuestra intención.

SHAMRÁIEV- Hum… Esto es magnífico, pero
¿en qué harán el viaje, mi muy respetable señora?
Hoy transportamos el centeno, todos los trabajadores
están ocupados. Permítame que le pregunte, ¿qué
caballos van a tomar?

ARKÁDINA- ¿Qué caballos? ¿Cómo quiere
usted que lo sepa?

SORIN- Pero tenemos caballos para coche.

SHAMRÁIEV (inquietándose)- ¿Para coche? ¿Y de
dónde saco las colleras? ¿De dónde saco las colleras?
¡Es sorprendente! ¡Es increíble! ¡Mi muy respetable
señora! Perdone, me inclino ante su talento,
estoy dispuesto a dar por usted diez años de vida,
pero no puedo darle caballos.

ARKÁDINA-¿Y si he de ir? ¿Qué tiene de extraño?

SHAMRÁIEV- ¡Muy respetable señora! ¡Usted
no sabe lo que significa administrar una hacienda!

ARKÁDINA (irritándose)- ¡Esta es una vieja historia!
En este caso, hoy rnismo vuelvo a Moscú.
Mande alquilar caballos para mí en la aldea; de lo
contrario, ¡me voy a la estación andando!

SHAMRÁIEV (irritándose)- ¡En este caso renuncio
a mi puesto! ¡Búsquense otro administrador! (Se
va.)

ARKÁDINA- ¡Cada verano pasa lo mismo, cada
verano me ofenden aquí! ¡No volveré a poner los
pies en esta casa! (Se va por la izquierda hacia donde se
supone que se encuentra la caseta de baño; un minuto después
se la ve entrar en la casa; la sigue Trigorin con cañas de pescar
y un cubo.)

SORIN (irritándose)- ¡Esto es una insolencia! ¡El
diablo sabe lo que esto significa! Ya estoy harto.
Que traigan aquí todos los caballos. ¡Ahora mismo!

NINA (a Polina Andréievna)- ¡Negar algo a Irina
Nikoláievna, a una actriz tan famosa! ¿Acaso cada
uno de sus deseos, hasta cada uno de sus caprichos
no son más importantes que toda la hacienda? ¡Es
sencillamente increíble!

POLINA ANDRÉIEVNA (desesperada)- ¿Qué
puedo hacer yo? Pónganse en mi situación: ¿qué
puedo hacer yo?

SORIN (a Nina)- Vamos a ver a mi hermana. ..
Todos le suplicamos que no se vaya. ¿verdad? (Mirando
en dirección a la seguida por Shamráiev.) ¡Es un
hombre insoportable! ¡Un déspota!

NINA (impidiéndole levantarse)- Quédese sentado,
quédese sentado. Le llevamos nosotros… (Nina y
Medvedenko empujan el sillón.) ¡Oh, qué terrible es esto!

SORIN- Sí, sí, es terrible…Pero él no se irá,
ahora mismo le hablaré. (Salen; se quedan tan sólo Dorn
y Polina Andréievna.)

DORN- Son unos aburridos. Lo que se debía
haber hecho era agarrar por el pescuezo al marido
de usted y despedirle; pero todo acabará con que
Piotr Nikoláievich, que está hecho una vieja mujeruca,
y su hermana le pedirán perdón. ¡Ya lo verá!

POLINA ANDRÉIEVNA- Ha mandado al
campo hasta los caballos de los coches. Todos los
días hay historias como ésta. ¡Si supiese usted lo que
me preocupa! Me pone enferma; ¿ve?, estoy temblando…
No soporto sus groserías. (Suplicante.)
Evgueni, querido, adorado, lléveme con usted; que
por lo menos al final de nuestra vida no debamos
escondemos, mentir… (Pausa.)

DORN- Tengo cincuenta y cinco años; ya es
tarde para cambiar de vida.

POLINA ANDRÉIEVNA- Ya sé, me rechaza
porque, aparte de mí, hay otras mujeres que le placen.
Llevarlas a todas consigo es imposible. Lo
comprendo. Perdone, le he estado fastidiando.

NINA aparece cerca de la casa; recoge flores.

DORN- No, nada.

POLINA ANDRÉIEVNA- Los celos me hacen
sufrir. Claro, usted es doctor, no puede evitar a las
mujeres. Lo comprendo…

DORN (a Nina, que se acerca)- ¿Qué pasa allí?

NINA- Irina Nikoláievna llora y Piotr Nikoláievich
sufre un ataque de asma.

DORN (se levanta)- Hay que ir y darles a los dos
unas gotas de valeriana…

NINA (tendiéndole las llores)- ¡Permítame!

DORN- Merci bien. (Se dirige hacia la casa.)

POLINA ANDRÉIEVNA (acompañándole)- ¡Qué
flores más hermosas! (Cerca de la casa, con voz sorda.)
¡Deme estas flores! ¡Deme estas flores! (Cuando él se
las ha dado, las rompe y las arroja; entran los dos en la casa.)

NINA (sola)- ¡Qué extraño ver llorar a una actriz
famosa y por un motivo tan insignificante¡ ¿Y no es
extraño que un escritor famoso, predilecto del público,
un escritor del que se escribe en todos los periódicos,
cuyo retrato se vende y cuyas obras se
traducen a lenguas extranjeras, se pase el día pescando
y se alegre de haber pescado dos gobios? Yo
creía que las personas célebres eran orgullosas,
inaccesibles, que despreciaban a la muchedumbre y
que, con la fama y el brillo de su nombre, se vengaban
en cierto modo de esta muchedumbre que sitúa
por encima de todo la nobleza del linaje y la fortuna.
Pero he aquí que lloran, pescan con caña, juegan
a cartas, se ríen y se enojan como todos.

TREPLIOV (entra sin sombrero, con escopeta y una gaviota
muerta)- ¿Usted sola aquí?

NINA- Sola.
Trepliov le pone la gaviota a los pies.
¿Qué significa esto?

TREPLIOV- Hoy he cometido la villanía de
matar esta gaviota. La pongo a sus pies.

NINA- ¿Qué le pasa? (Levanta la gaviota y la contempla.)

TREPLIOV (después de cierta pausa)- Pronto me
mataré yo mismo de igual manera.

NINA- No le reconozco.

TREPLIOV- Desde que yo he dejado de reconocerla
a usted. Usted no es la misma conmigo; su
mirada es fría, mi presencia la importuna.

NINA- Últimamente se ha vuelto usted irritable,
se expresa siempre de manera incomprensible, por
medio de símbolos. Por lo visto, esta gaviota también
es un símbolo, pero, perdone, no comprendo…
(Pone la gaviota sobre el banco.) Soy demasiado simple
para comprenderle a usted.

TREPLIOV- Esto ha empezado después de la
velada en que mi obra se hundió tan estúpidamente.
Las mujeres no perdonan el fracaso. Lo he quemado
todo, hasta el último trozo de papel. ¡Si supiera
usted cuán desdichado soy! Su frialdad es terrible,
increíble; es como si me despertara y viera de
pronto que este lago se ha secado o que ha desaparecido
en la tierra. Usted acaba de decir que es demasiado
simple para comprenderme. ¿Qué hay que
comprender aquí? La obra no gustó, usted desprecia
mi inspiración, me considera una mediocridad, una
nulidad, uno de tantos… (Dando un golpe al suelo con el
pie.) Lo comprendo muy bien, ¡lo comprendo! Es
como si tuviera un clavo en el cerebro, maldito sea
junto con toda mi idiotez, que me chupa la sangre,
como una serpiente… (Viendo a Trigorin, que avanza
leyendo un librito de notas.) Aquí viene un verdadero
genio; camina como Hamlet, también con un libro
en la mano. (Haciendo burla.) “Palabras, palabras, palabras.
. .” Este sol aún no se le ha acercado y usted
ya sonríe, su mirada ya se ha derretido al contacto
de los rayos que él despide. No voy a serle un estorbo.
(Sale rápidamente.)

TRIGORIN (escribiendo en su libro de notas)- Sorbe
rapé y bebe vodka… Siempre va vestida de negro. El
maestro está enamorado de ella…

NINA- ¡Buenos días, Boris Alexéievich!

TRIGORIN- Buenos días. Circunstancias imprevistas
hacen que, al parecer, partamos hoy mismo.
Difícil será que usted y yo volvamos a vernos
alguna vez. Es una pena. pocas veces tengo ocasión
de encontrar a muchachas jóvenes, jóvenes e interesantes;
ya he olvidado, sin que pueda representármelo
con claridad, lo que se siente a los dieciocho y
diecinueve años; por esto en mis novelitas y relatos,
las jóvenes muchachas suelen desentonar. Quisiera
estar en su puesto aunque sólo fuera por una hora
para saber cómo piensa usted y, en general, qué avecilla
es usted.

NINA- Pues yo quisiera estar en el suyo.

TRIGORIN- ¿Para qué?

NINA- Para saber qué experimenta un famoso
escritor de talento. ¿Cómo se vive la celebridad?
¿Cómo siente usted el ser célebre?

TRIGORIN- ¿Cómo? Probablemente de ningún
modo. Nunca he pensado en ello. (Reflexiona.) Una
de dos: o exagera usted mi celebridad o la celebridad
no se experimenta de ninguna manera.

NINA- ¿Y si lee lo que de usted se dice en los
periódicos?

TRIGORIN- Cuando las palabras son de elogio,
es agradable; cuando son de censura, estás luego,
unos días de mal humor.

NINA- ¡Maravilloso mundo! ¡Cómo le envidio,
si usted supiera! El destino de los hombres es diverso.
Algunos apenas arrastran su existencia, aburrida
e insignificante, todos se parecen unos a los otros,
todos son desdichados; en cambio a otros, corno,
por ejemplo, a usted -usted es uno entre un millón-,
el destino les ha reservado una vida interesante, luminosa,
plena de sentido… Usted es feliz…

TRIGORIN- ¿Yo? (Encogiéndose de hombros.)
Hum… Usted habla de celebridad, de ser feliz, de
cierta vida luminosa e interesante; para mí todas
estas bellas palabras son, perdone usted, como una
mermelada de la que nunca como. Usted es muy
joven y muy buena.

NINA- ¡Su vida es maravillosa!

TRIGORIN- ¿Qué hay en ella de singularmente
bueno? (Mira el reloj.) Ahora he de irme a escribir.
Perdóneme, no tengo tiempo… (Se ríe.) Usted, como
suele decirse, ha dado en mi punto flaco, y aquí me
tiene comenzando a inquietarme y a enojarme un
poco. Con todo, vamos a hablar. Hablemos de mi
magnífica y luminosa vida… Pero, ¿con qué empeza
remos? (Reflexiona un poco.) A veces hay imágenes que
se nos imponen a la fuerza, como ocurre con el
hombre que piensa siempre, día y noche, por ejemplo,
en la luna; también yo tengo una de esas lunas.
Día y noche me persigue una misma idea obsesionante;
debo escribir, debo escribir, debo… Apenas
acabo un relato ya he de escribir otro, no sé por qué;
luego un tercero; después del tercero, el cuarto…
Escribo sin cesar, como si corriera en postas, y no
puedo hacerlo de otro modo. ¿Qué hay en esto de
bello y luminoso, le pregunto? ¡Oh, qué absurda esta
vida! Ya ve, estoy a su lado, me emociono, y sin embargo,
recuerdo a cada instante que me está esperando
un relato inacabado. Veo una nube semejante
a un piano de cola. Pienso: habrá que recordar en
alguna parte del relato que flotaba una nube parecida
a un piano de cola. Huele a heliotropo. Grabo en
mi memoria: olor dulzón, color de viuda; recordarlo
al describir un atardecer de estío. Estoy al acecho de
cada una de mis frases, de cada una de sus frases, de
cada una de las palabras, y me apresuro a encerrar
todas esas frases y palabras en mi despensa literaria:
¡a lo mejor algún día me serán útiles! Cuando acabo
de trabajar, corro al teatro o a pescar con caña; esto
es bueno para descansar, para distraerse; pero ¡ca!,
en la cabeza empieza a darme vueltas un pesado
obús de hierro fundido, un tema, y ya me siento
atraído hacia la mesa, otra vez he de apresurarme a
escribir y escribir. Y así siempre, siempre, sin un
momento de sosiego frente a mí mismo; siento que
devoro mi propia vida, que para la miel que doy no
sé a quién en el espacio, saqueo el polen de mis
mejores flores, arranco las flores mismas y pisoteo
sus raíces. ¿Acaso no soy un loco? ¿Acaso mis parientes
y conocidos me tratan como a una persona
normal?, «¿Qué está escribiendo? ¿Con qué va a
regalarnos?» Siempre lo mismo, y a mí me parece
que esta atención de mis conocidos, estas alabanzas
de admiración no son más que engaño; me engañan,
como a un enfermo, y a veces temo que cuando menos
lo espere se me acercarán cautelosamente por
atrás, me agarrarán y me conducirán, como a Poprischin2,
a un manicomio. Y en los años en que
empecé, años de juventud, los mejores de la vida,
escribir era para mí una tortura constante. Un pequeño
escritor, sobre todo cuando la suerte no le
sonríe, se siente torpe, inhábil, inútil, siempre con
los nervios tensos, a flor de piel; vaga, sin poderlo
evitar, en torno a las personas dedicadas a la literatura
y al arte, desconocido, sin que nadie se fije en
él; teme mirar directamente y sin miedo a los ojos,
como jugador apasionado sin dinero. No veía a mi
lector, pero me lo imaginaba hostil, desconfiado. Al
público le tenía miedo, un miedo pavoroso, y cuando
debía poner en escena una nueva obra, siempre
me parecía que los morenos se hallaban mal dispuestos
hacia mí y que los rubios se mantenían en
una glacial indiferencia. ¡Qué terrible era esto! ¡Qué
tortura!

NINA- Perdóneme, pero la inspiración y el proceso
mismo de crear, ¿no le proporcionan, acaso,
momentos de felicidad sublime?

TRIGORIN- Sí. Al escribir, experimento una
sensación agradable. También es agradable corregir
pruebas, mas… apenas lo escrito sale de la imprenta,
se me hace insoportable, veo que no es como debería,
que es un error, que no debía haberlo escrito de
ningún modo, y ello me entristece, me pone como
un peso en el alma… (Riendo.) El público lee y dice:
«No está mal, tiene talento… No está mal, pero le
falta mucho para llegar a Tolstói», o bien: «Es una
obra excelente, pero Padres e hijos, de Turguéniev, es
mejor». Y así, hasta el fin de mis días, se repetirá que
no está mal y tiene talento, no está mal y tiene talento,
nada más; cuando haya muerto, quienes me
conozcan dirán, al pasar por delante de mi tumba:
«Aquí yace Trigorin. Era un buen escritor, pero no
llegó a escribir como Turguéniev».

NINA- Perdóneme, renuncio a comprenderle.
Lo que pasa es, sencillamente, que está usted mimado
por el éxito.

TRIGORIN- ¿Qué éxito? Nunca me he sentido
contento de mí mismo. No me gusto como escritor.
Lo peor es que me encuentro como en cierto estado
de embriaguez y, a menudo, no comprendo lo que
escribo. . . A mí me encanta, mire, esta agua, los árboles,
el cielo; siento la naturaleza, que despierta en
mí la pasión, un deseo irresistible de escribir. Pero
no soy sólo un paisajista; soy, además, un ciudadano,
quiero a mi patria, al pueblo: siento que, si soy
escritor, estoy obligado a hablar del pueblo, de sus
sufrimientos, de su futuro; siento que estoy obligado
a hablar de la ciencia, de los derechos del hombre,
etcétera, y hablo de todo, me doy prisa, por todas
partes me espolean, se impacientan, siguen adelantándose
y yo voy quedándome atrás, cada vez más
atrás, como mujik que llega tarde al tren; al final
siento que sólo soy capaz de describir el paisaje y
que, aparte de esto, cuanto escribo suena a falso y es
falso hasta la médula.

NINA- Usted se ha dejado absorber demasiado
por el trabajo y no tiene tiempo ni deseos de adquirir
conciencia de su valía. Es posible que esté usted
descontento de sí mismo, mas para los otros es
grande y magnífico. Si yo fuera un escritor como
usted, consagraría toda mi vida a la masa del pueblo,
pero tendría conciencia de que la felicidad de esa
masa está sólo en elevarse hasta mí, y la masa me
llevaría en carro griego.

TRIGORIN- En carro griego… ¿Me toma usted
por un Agamenón? (Sonríen los dos.)

NINA- Por la felicidad de ser escritora o actriz,
soportaría el desamor de la familia, la pobreza y las
desilusiones, viviría en una buharda, comería sólo
pan de centeno, aceptaría el sufrimiento de estar
descontenta de mí misma y tener conciencia de mis
imperfecciones; pero, a cambio, exigiría la fama… la
fama auténtica, clamorosa. .. (Cubriéndose la cara con las
manos.) La cabeza me da vueltas… ¡Uf!…
Voz de Arkádina desde la casa: “¡Boris Alexéievich!”

‘TRIGORIN- Me llaman… Será para preparar el
equipaje. Y no tengo ningún deseo e partir. (Volviéndose
hacia el lago.) ¡Esto es un paraíso!… ¡Qué bien!

NINA- Es la propiedad de mi difunta madre.
Allí nací yo. He pasado toda mi vida junto a este
lago y no hay en él islote que no conozca.

TRIGORIN- ¡Qué bien se está aquí (Viendo la
gaviota.) Y esto, ¿qué es?

NINA- Una gaviota. Konstantín Gavrílovich la
ha matado.

TRIGORIN- Hermoso pájaro. La verdad, no
quisiera partir. Procure convencer a Irina Nikoláievna
que se quede. (Escribe algo en su librito de notas.)

NINA- ¿Qué escribe usted?

TRIGORIN- Nada, una pequeña nota… Se me
ha ocurrido un tema… (Metiéndose el cuaderno en el bolsillo.)
Un tema para un relato breve: a la orilla de un
lago vive desde la infancia una jovencita, como usted;
quiere el lago, como una gaviota, es feliz y libre
como una gaviota. Pero llega, casualmente, un hombre,
la ve y, por no tener qué hacer, la sacrifica como
a esta gaviota.
Pausa.

Por una ventana se asoma ARKÁDINA.

ARKÁDINA- Boris Alexéievich, ¿dónde está
usted?

TRIGORIN- Ahora voy. (Se dirige hacia la casa,
volviendo la cabeza para mirar a Nina; al llegar al pie de la
ventana, a Arkádina.) ¿Qué hay?

ARKÁDINA- Nos quedamos.
Trigorin entra en la casa.

NINA (se acerca a las candilejas; después de un momento
de reflexión)- ¡Es un sueño!

ACTO TERCERO
Comedor en casa de Sorin. A derecha e izquierda,
puertas. Un aparador. Un armario con medicamentos.
En medio de la estancia, una mesa. Una
maleta y cajas de cartón; son evidentes los preparativos
de partida. TRIGORIN se desayuna, MASHA
está de pie, junto a la mesa.

MASHA- Todo esto se lo cuento porque es usted
escritor. Puede aprovecharlo. Se lo digo con el
corazón en la mano: si él se hubiera herido seriamente,
no le habría sobrevivido ni un minuto. De
todos modos, soy valiente. He tomado una decisión:
arrancaré de mi alma este amor, lo arrancaré de
cuajo.

TRIGORIN- ¿De qué modo?

MASHA- Casándorne. Con Medvedenko.

TRIGORIN- ¿Con el maestro?

MASHA- Sí.

TRIGORIN- No veo la necesidad.

MASHA- Amar sin esperanza, pasarse años enteros
esperando… No bien me haya casado, adiós,
amor; nuevas preocupaciones ahogarán el pasado.
De todos modos, ¿sabe usted?, esto representará un
cambio. ¿Bebamos otro vaso?

TRIGORIN- ¿No será demasiado?

MASHA- ¡Qué va! (Llena dos vasos.) No me mire
de esta manera. Las mujeres beben más a menudo
de lo que usted se figura. Las menos beben abiertamente,
como yo; la mayoría, a escondidas. Sí. Y
siempre vodka o coñac. (Chocan los vasos.) ¡A la suya!
Es usted un hombre sencillo, lástima que se vaya.
(Beben.)

TRIGORIN- También a mí me desagrada partir.

MASHA- Entonces, pídale que se quede.

TRIGORIN- No, ahora no se quedará. Su hijo
se comporta con una falta de tacto extrema. Primero
se disparó un tiro; ahora, según dicen, quiere retarme
en duelo. ¿A qué santo? Se enoja, refunfuña,
aboga por nuevas formas… Pero si sobra sitio para
todas, para las nuevas y para las viejas, ¿qué necesidad
hay de darse empujones?

MASHA- Además, los celos. De todos modos,
esto no es cosa mía.
Pausa. YÁKOV cruza la escena de izquierda a derecha
llevando una maleta; entra NINA y se detiene
junto a la ventana.

MASHA- Mi maestro no es muy inteligente, pero
tiene buen corazón, es pobre y me quiere mucho.
Me da pena. También me da pena su madre, que es
viejecita. Bueno, permítame desearle a usted lo mejor.
No guarde de mí un mal recuerdo. (Le estrecha
fuertemente la mano.) Le agradezco mucho su amabilidad.
Envíeme sus libros y no se olvide de la dedicatoria.
Pero no escriba: «A la muy respetable», sino,
simplemente: «A María, que no recuerda a sus allegados,
ni sabe para qué vive en este mundo».
¡Adiós! (Sale.)

NINA (tendiendo hacia Trigorin la mano cerrada)-
¿Pares o nones?

TRIGORIN- Pares.

NINA (suspirando)- No. Só1o tengo en la mano
un guisante. Quería resolver el dilema: ¿me hago
actriz o no? ¡Si por lo menos hubiera alguien que
pudiera aconsejarme!

TRIGORIN- En estas cosas no pueden darse
consejos. (Pausa.)

NINA- Nos separaremos y… probablemente no
volveremos a vernos jamás. Le ruego acepte en recuerdo
mío este pequeño medallón. He hecho grabar
en él sus iniciales… y por la otra parte el título de
su libro Los días y las noches.

TRIGORIN- ¡Qué bonito! (Besa el medallón.) ¡Es
un magnífico regalo!

NINA- Acuérdese de mí alguna vez.

TRIGORIN- La recordaré. La recordaré a usted
tal como la vi aquel día soleado, ¿recuerda?, hace
una semana, cuando llevaba usted un vestido claro. .
. estuvimos hablando… y había en el banco una gaviota
blanca.

NINA (pensativa)- Sí, la gaviota.. . (Pausa.) No
podemos seguir hablando, alguien se acerca… Antes
de partir, concédame dos minutos, se lo suplico…
(Sale por la izquierda; al mismo tiempo entran por la derecha
Arkádina, Sorin vistiendo frac con una estrella en la solapa;
luego Yákov, atareado en preparar el equipaje.)

ARKÁDINA- Tú, mi viejo, quédate en casa.
¿Cómo vas a salir con tu reumatismo? (A Trigorin.)
¿Quién acaba de irse? ¿Nina?

TRIGORIN- Sí.

ARKÁDINA- Perdón, hemos estorbado… (Se
sienta.) Creo que lo he puesto todo en las maletas.
Estoy rendida.

TRIGORIN (lee en el medallón)- Los días y las noches
página 121, líneas 11 y 12.

YÁKOV (recogiendo lo que hay en la mesa)- ¿Hay que
empaquetar también las cañas de pescar?

TRIGORIN- Sí, aún las necesitaré. Los libros,
dalos a quien quieras.

YÁKOV- Como usted mande.

TRIGORIN (para sí)- Página 121, líneas 11 y 12.
¿Qué dicen esas líneas? (A Arkádina.) ¿Tenéis mis
libros aquí?

ARKÁDINA- Sí, están en el gabinete de mi
hermano, en la estantería del rincón.

TRIGORIN- Página 121… (Sale.)

ARKÁDINA- La verdad, Petrusha, deberías
quedarte en casa…

SORIN- Os vais y sin vosotros me sentiré muy
solo aquí.

ARKÁDINA- Y en la ciudad, ¿qué?

SORIN- Nada extraordinario, pero de todos
modos… (Se ríe.) Se colocará la primera piedra del
edificio del zemstvo y cosas por el estilo… Aunque
sólo sea por unas horas tengo ganas de salir de esta
vida de renacuajo, que es mucho lo que he permanecido
arrinconado, como un trasto viejo. He mandado
preparar los caballos para la una. Saldremos
juntos.

ARKÁDINA (después de una pausa)- Bueno, te
quedas a vivir aquí, no te aburras, no te resfríes.
Atiende a mi hijo, cuida de él, guíale. (Pausa.) Ya ves:
me voy y no sé por qué Konstantín quiso matarse.
Me parece que la causa principal han sido los celos y
cuanto antes me lleve de aquí a Trigorin, tanto mejor.

SORIN- ¿Córno decírtelo? Había también otras
causas. Se comprende: es joven, inteligente, vive en
el campo, apartado de la ciudad, sin dinero, sin posición,
sin futuro. Sin ocupaciones de ninguna clase.
Se avergüenza de su ociosidad y la teme. Yo le quiero
mucho, y él siente afecto por mí; pero él cree, en
el fondo, que en casa sobra, que es, aquí, un gorrón,
un paniaguado. Se comprende: el amor propio…

AR.KÁDINA- ¡Cuántas preocupaciones me da!
(Cavilosa.) Quizá si consiguiera algún empleo…

SORIN (silba un poco; luego, con indecisión)- A mi
modo de ver, lo mejor sería que… le dieras algo de
dinero. Lo primero que necesita es vestirse como
Dios manda, eso es. Fíjate, lleva la misma chaquetita
desde hace tres años, no tiene abrigo… (Se ríe.) Tampoco
le sobraría darse una vuelta… Hacer un viaje al
extranjero, por ejemplo. . . ¡No resulta tan caro!

ARKÁDINA- De todos modos… Bueno, dinero
para un traje aún puedo dárselo; mas para ir al extranjero…
No, en este momento no puedo darle ni
para un traje. (Decidida.) ¡No tengo dinero!
Sorin se ríe.

ARKÁDINA- ¡No!

SORIN (silba)- Está bien. Perdóname, querida;
no te enfades. Te creo… Eres una mujer generosa,
noble.

ARKÁDINA (con lágrimas en los ojos)- ¡No tengo
dinero!

SORIN- Si yo tuviera dinero, le habría dado yo
mismo, está claro; pero no tengo ni cinco. (Se ríe.) El
administrador se me queda con toda la pensión que
cobro y la gasta en agricultura, en ganadería, en apicultura,
y mi dinero se pierde inútilmente. Las abejas
se mueren, se mueren las vacas; los caballos, no me
los dan nunca…

ARKÁDINA- Cierto, dinero tengo, pero soy
una artista; ya los vestidos son una ruina.

SORIN- Eres buena, simpática… Yo te estimo…
Sí. . . Pero otra vez me ocurre algo… (Se tambalea.)
Me da vueltas la cabeza. (Se apoya en la mesa.) Me
siento mal, eso es.

ARKÁDINA (asustada)- ¡Petrusha! (Esforzándose
por sostenerle.) Petrusha, querido… (Grita.) ¡Ayudadme!
¡Socorro! …
Entran TREPLIOV, con la cabeza vendada, y
MEDVEDENKO.

ARKÁDINA- Se siente mal.

SORIN- No es nada, no es nada… (Se sonríe y bebe
agua.) Ya ha pasado… eso es…

TREPLIOV (a su madre)- No te asustes, mamá,
esto no es peligroso. Ahora le pasa a menudo. (A su
tío.) Acuéstate un rato, tío.

SORIN- Un poco, sí… De todos modos haré el
viaje hasta la ciudad… Me tumbaré un rato y luego
iré… está claro… (Camina apoyándose en el bastón.)

MEDVEDENKO (le acompaña sosteniéndole por el
brazo)- Hay una adivinanza que dice: por la mañana,
sobre cuatro patas; al mediodía, sobre dos; por la
tarde, sobre tres…

SORIN (se ríe)- Eso es. Y por la noche, sobre la
espalda. Muchas gracias, puedo caminar solo…

MEDVEDENKO- ¡Déjese de cumplidos!…
(Medvedenko y Sorin se van.)

ARKÁDINA- ¡Qué susto me ha dado!

TREPLIOV- No le sienta bien vivir en el campo.
Se pone triste. Si tú, mamá, te sintieras generosa
y le prestaras mil quinientos o dos mil rublos, él podría
vivir en la ciudad todo el año.

ARKÁDINA- No tengo dinero. Soy actriz, no
banquera.
Pausa

TREPLIOV- Mamá, cámbiame la venda. Lo haces
muy bien.

ARKÁDINA (saca del armarito de los medicamentos
yodoformo y una caja de vendas)- El doctor se ha retrasado.

TREPLIOV- Prometió venir antes de las diez y
ya es mediodía.

ARKÁDINA- Siéntate. (Le quita la venda de la cabeza.)
Parece que llevas turbante. Ayer un forastero
preguntó en la cocina de qué nacionalidad eras. Casi
se te ha cicatrizado por completo. Lo que queda no
es nada. (Le besa en la cabeza.) Cuando yo no esté
aquí, ¿volverás a hacer pum-pum?

TREPLIOV- No, mamá. Aquél fue un minuto
de desesperación insensata y no pude dominarme.
No volverá a suceder. (Le besa la mano.) Tienes unas
manos de oro. Recuerdo que, hace mucho tiempo,
cuando estabas aún en el Teatro Nacional -entonces
era yo todavía un niño- hubo una pelea en el patio
de nuestra casa y golpearon muy fuerte a una inquilina,
lavandera. ¿Recuerdas? La levantaron del suelo
sin sentido. . . tú fuiste a su casa muchas veces, le
llevabas medicinas, le lavabas a los pequeñuelos en
un lebrillo. ¿Es posible que no te acuerdes?

ARKÁDINA- No me acuerdo. (Le pone una nueva
venda.)

TREPLIOV- En nuestra casa vivían entonces
dos bailarinas … Venían a tomar el café contigo …

ARKÁDINA- Esto lo recuerdo.

TREPLIOV- Eran muy devotas. (Pausa.) Últimamente,
estos días, te quiero con tanta ternura y
tan sin reserva como cuando era niño. Fuera de ti,
ahora, no tengo a nadie. Pero, ¿por qué te dejas influir
por este hombre, por qué?

ARKÁDINA- Tú no le comprendes, Konstantín.
Es una personalidad nobilísima…

TREPLIOV- Sin embargo, cuando le han comunicado
que yo me disponía a retarle en duelo, su
nobleza no le ha impedido desempeñar el papel de
cobarde. Se va. ¡Vergonzosa huida!

ARKÁDINA- ¡Qué tontería! Yo misma le pido
que se vaya de aquí.

TREPLIOV- iPersonalidad nobilísima! Ya ves,
tú y yo por poco reñimos por su culpa y él estará
ahora en el salón o en el jardín riéndose de nosotros.
. . preocupándose del desarrollo de Nina, procurando
convencerla definitivamente de que él es un
genio.

ARKÁDINA- Para ti es un placer decirme cosas
desagradables. Estimo a ese hombre y te ruego no
hables mal de él en presencia mía.

TREPLIOV- Pues yo no le estimo. Tú quieres
que yo también le considere un genio; perdóname,
no sé mentir, sus obras me dan náuseas.

ARKÁDINA- Esto es envidia. A las personas
sin talento, pero con pretensiones, no les queda más
que criticar a los verdaderos talentos. ¡Bonito consuelo,
a fe mía!

TREPLIOV (irónicamente)- ¡Verdaderos talentos!
(Furioso.) ¡Tengo yo más talento que todos vosotros,
si de esto se trata! (Se arranca la venda de la cabeza.)
¡Sois unos rutinarios, os habéis hecho con el primer
puesto en arte y sólo tenéis por legítimo y auténtico
lo que vosotros hacéis; todo lo demás, lo oprimís, lo
ahogáis! ¡Yo no me inclino ante vosotros! ¡No me
inclino ante ti ni ante él!

ARKÁDINA- ¡Decadente!…

TREPLIOV- ¡Vuelve a tu querido teatro y actúa
allí representando obras lamentables y torpes!

ARKÁDINA- Nunca he actuado representando
obras semejantes. ¡Déjame en paz! Tú no eres capaz
ni de escribir un lamentable vaudeville. ¡Provinciano
de Kiev! ¡Parásito!

TREPLIOV- ¡Roñosa!

ARKÁDINA- ¡Desarrapado!
Trepliov se sienta y llora suavemente.
¡Nulidad! (Paseando agitada.) No llores. No hay
que llorar. .. (Llora.) No debes… (Le besa la frente, las
mejillas, la cabeza.) Mi hijo querido, perdóname… Perdona
a tu pecadora madre. Perdóname: ¡soy tan
desdichada!

TREPLIOV (abrazándola)- ¡ Si tú supieras! Lo he
perdido todo. Ella no me quiere, yo ya no puedo
escribir… he perdido toda esperanza…

ARKÁDINA- No te desesperes …Todo se arreglará.
Él ahora se irá y ella volverá a quererte. (Le
seca las lágrimas.) Basta. Ya hemos hecho las paces.

TREPLIOV (le besa las manos)- Sí, mamá.

ARKÁDINA (tiernamente)- Haz también las paces
con él. No ha de haber ningún duelo… ¿Verdad
que no?

TREPLIOV- Está bien… Permítame tan sólo,
mamá, no volver a verle. Me sería difícil… Es superior
a mis fuerzas…
Entra TRIGORIN.
Mira… Me voy… (Coloca a toda prisa los medicamentos
en el armario.) El vendaje ya me lo pondrá el doctor…

TRIGORIN (busca en el libro)- Página 121 … líneas
11 y 12… Aquí está … (Lee.) “Si alguna vez necesitas
de mi vida, ven y tómala.”
Trepliov recoge del suelo la venda y sale.

ARKÁDINA (mirando el reloj)- Pronto tendremos
los caballos preparados…

TRIGORIN (para sí)- Si alguna vez necesitas de
mi vida, ven y tómala.

ARKÁDINA- Supongo que ya lo tienes todo
preparado para la marcha, ¿no?

TRIGORIN (impaciente)- Sí, sí.. . (Absorto.) ¿Por
qué en esta llamada de un alma pura he percibido
una nota de tristeza y se me ha encogido tan dolorosamente
el corazón?… Si alguna vez necesitas de
mi vida, ven y tómala. (A Arkádina.) ¡Quedémonos
un día más!
Arkádina mueve negativamente la cabeza.
¡Qué demonios!

ARKÁDINA- Ya sé, querido, lo que te retiene
aquí. Pero has de dominarte. Estás un poco embriagado,
vuelve en ti.

TRIGORIN- Sé tú también juiciosa, sé inteligente,
razonable, te lo suplico, mira todo esto como
una amiga verdadera… (Le estrecha la mano.) Eres capaz
de sacrificarte… Sé mi amiga, déjame…

ARKÁDINA (muy agitada)- ¿Tan enamorado
estás?

TRIGORIN- ¡Me siento atraído hacia ella! Es
esto, quizá, lo que me hace falta.

ARKÁDINA- ¿El amor de una muchacha de
provincias? ¡Oh, qué poco te conoces a ti mismo!

TRIGORIN- A veces hay personas que duermen
caminando; así ahora yo hablo contigo y es
como si me hallara sumido en un sueño y en sueños
la veo… Se han adueñado de mí unos sueños dulces,
divinos… Déjame…

ARKÁDINA (temblando)- No, no… Yo soy una
mujer como todas las otras, no es posible hablar
conmigo de esta manera… No me tortures, Baris. . .
Tengo miedo…

TRIGORIN- Si quieres, puedes ser extraordinaria.
Un amor joven, encantador, poético, que transporte
al mundo de los ensueños, ¡sólo un amor así
puede dar la felicidad en la tierra! Un amor semejante
aún no lo he experimentado… En mi juventud,
no tuve tiempo, llamaba a la puerta de las redacciones,
luchaba con la pobreza… Ahora aquí está: por
fin ese amor ha llegado, me llama… ¿No sería insensato
huir de él?

ARKÁDINA (airada)- ¡Has perdido la razón!

TRIGORIN- Qué más da.

ARKÁDINA- ¡Hoy os habéis puesto todos de
acuerdo para atormentarme! (Llora.)

TRIGORIN (agarrándose la cabeza con las manos)-
¡No comprende!, ¡no quiere comprender!

ARKÁDINA- ¿Es posible que sea ya tan vieja y
fea que conmigo se pueda hablar, sin rebozo, de
otras mujeres? (Le abraza y le besa.) ¡Oh, te has vuelto
loco! Amor mío, maravilloso, divino… ¡Eres la última
página de mi vida! (Se hinca de rodillas.) Eres mi
alegría, mi orgullo, mi bien… (Le abraza las rodillas.) Si
me abandonas, aunque sólo sea por una hora, no lo
soportaré, perderé, oh, mi admirable, mi magnífico,
mi señor…

TRIGORIN- Puede venir alguien. (Le ayuda a levantarse.)

ARKÁDINA- Que vengan, no me avergüenzo
de mi amor por ti. (Le besa las manos.) Tesoro mío,
cabeza loca, quieres hacer locuras, pero yo no quiero,
no te dejaré… (Se ríe.) Tú eres mío… eres mío. . .
Y esta frente es mía y los ojos son míos y estos espléndidos
cabellos sedosos también son míos… Tú
eres todo mío. Tú, con tanto talento, tan inteligente,
el mejor de todos los escritores de ahora, tú, única
esperanza de Rusia… Es tanta tu sinceridad, tu sencillez,
tu frescor, tu humor sano… De un solo trazo
sabes expresar lo esencial, lo característico de un ser
o de un paisaje, tus personajes son como hombres
vivos. ¡Oh, no es posible leerte sin arrobamiento!
¿Crees que esto es incienso? ¿Que te adulo? Mírame
a los ojos… mira… ¿Me parezco a una mentirosa? Ya
ves, sólo yo sé apreciarte; sólo yo te digo la verdad,
querido mío, gloria mía… ¿Te irás conmigo? ¿Sí?
¿No me abandonarás?…

TRIGORIN- No tengo voluntad propia… Nunca
he tenido propia voluntad.. . Blando, flojo, siempre
obediente, ¿es posible que esto pueda gustar a
las mujeres? Tómame, llévame de aquí, pero no te
apartes de mí un solo paso.. .

ARKÁDINA (para si)- Ahora es mío. (Desenvuelta,
como si no hubiese pasado nada.) Aunque, si quieres,
puedes quedarte. Me iré yo y tú te vienes luego,
dentro de una semana. La verdad, ¿por qué vas a
darte prisa?

TRIGORIN- No, partiremos juntos, pues nos
iremos juntos… (Pausa.)
Trigorin. escribe en su cuadernito.

ARKÁDINA- ¿Qué escribes?

TRIGORIN- Esta mañana he oído una expresión
bonita: «Virginal pinar. . .» Me será útil. (Se estira.)
Así pues, ¿nos vamos? Otra vez vagones,
estaciones, cantinas, chuletas, conversaciones…

SHAMRÁIEV (entra)- Con profunda pena, tengo
el honor de comunicarles que el coche está preparado.
Es hora ya, muy respetable señora de
dirigirse a la estación; el tren llega a las dos y cinco.
Así pues, Irina Nikoláievna, hágame esa merced, no
se olvide de preguntar dónde se encuentra ahora el
actor Súzdaltsev, si vive, si goza de buena salud. En
otro tiempo, bebimos juntos, en más de una ocasión…
En El asalto del correo era inimitable… Recuerdo
que entonces, en Elisavetgrado, actuaba con él el
trágico Izrnáilov, también una gran personalidad…
No tenga prisa, mi muy respetable señora, aún puede
esperar cinco minutos. Una vez, en un melodrama,
hacían de conspiradores, y cuando, de pronto,
les echaron el guante, había que decir: “Hemos caído
en la trampa” pero Izmáilov dijo: “Hemos caído
en la tampra” … (Ríe a carcajadas.) ¡Tampra! …
Mientras él habla, YÁKOV se ocupa de las maletas;
una DONCELLA trae a Arkádina el sombrero, el
guardapolvo de viaje, la sombrilla y los guantes; todos
ayudan a Arkádina a prepararse. Por la puerta
de la izquierda se asoma el COCINERO, quien
unos instantes después avanza indeciso. Entra

POLINA ANDRÉIEVNA, luego entran SORIN y
MEDVEDENKO.

POLINA ANDRÉIEVNA (con una cestita)- Aquí
tiene usted ciruelas para el viaje… Son muy dulces.
Quizá le apetezca golosinear un poco…

ARKÁDINA- Es usted muy buena, Polina Andréievna.

POLINA ANDRÉIEVNA- ¡Adiós, querida mía!
Si algo no hemos hecho bien, perdónenos. (Llora.)

ARKÁDINA (abrazándola)- Todo ha estado
bien, muy bien. Sólo que no se ha de llorar.

POLINA ANDRÉIEVNA- ¡El tiempo nuestro
se va!

ARKÁDINA- ¡Qué le vamos a hacer!

SORIN (llevando abrigo con esclavina; con sombrero y
bastón; entra por la puerta de la izquierda y atraviesa la escena)-
Hermana, ya es hora; no sea que, al final, lleguemos
tarde. Voy a tomar asiento. (Sale.)

MEDVEDENKO- Yo iré andando hasta la estación…
a despedirles. Me daré prisa… (Sale.)

ARKÁDINA- Hasta la vista, queridos… Si tenemos
vida y salud, el próximo verano volveremos
a vernos… (La doncella, Yákov y el cocinero le besan la
mano.) No os olvidéis de mí. (Da un rubio al cocinero.)
Aquí tenéis un rublo para los tres.

COCINERO- ¡Mil gracias, señora! ¡Qué tenga
feliz viaje! ¡Quedamos muy reconocidos!

SHAMRÁIEV- ¡Nos haría felices si nos mandara
una cartita! ¡Adiós, Boris Alexéievich!

ARKÁDINA- ¿Dónde está Konstantín? Decidle
que parto. Hay que despedirse. Bueno, no guardéis
mal recuerdo de nosotros. (A Yákov.) He dado un
rublo al cocinero. Es para los tres.
Todos salen por la derecha. La escena queda vacía.
Detrás de la escena, ruido, tal como suele producirse
en las despedidas. La DONCELLA vuelve
para tomar de la mesa la cestita con las ciruelas y
sale de nuevo.

TRIGORIN (regresando)- Se me ha olvidado el
bastón. Me parece que lo he dejado en la terraza.
(Avanza y junto a la puerta de la izquierda se encuentra con
Nina, que entra.) ¿Es usted? Partimos…

NINA- Presentía que volveríamos a vernos.
(Agitada.) Boris Alexéievich, he tomado una decisión
irrevocable, la suerte está echada: me dedicaré
al teatro. Mañana ya no estaré aquí, me voy del lado
de mi padre, lo abandono todo, empezaré una nueva vida… Partiré, como usted… hacia Moscú. Allí
nos veremos.

TRIGORIN (mirando en torno)- Alójese en el Bazar
Eslavo… Hágamelo saber en seguida… Calle de
Molchánovka, casa de Grojolski … He de darme
prisa… (Pausa.)

NINA- Todavía otro minuto …

TRIGORIN (a media voz)- Es usted tan hermosa…
¡Oh, qué felicidad pensar que pronto nos veremos!
(Nina apoya la cabeza sobre el pecho de Trigorin.)
Otra vez veré estos ojos maravillosos, esta tierna
sonrisa de indescriptible belleza… estos dulces rasgos,
expresión de angelical pureza… Querida mía…
(Un largo beso.)
Entre los actos tercero y cuarto transcurren dos
años.

ACTO CUARTO
Uno de los salones de la casa de Sorin transformado
por Konstantín Trepliov en gabinete de trabajo.
A la derecha y a la izquierda, puertas, que
conducen a habitaciones interiores. Enfrente, una
puerta vidriera que da a la terraza. Además del mobiliario
habitual de un salón, hay una mesa de escribir
en un ángulo, a la derecha; junto a la puerta de la
izquierda, un diván; hay un armario con libros,
y libros en los alféizares de las ventanas y en las sillas.
Anochece. Arde una lámpara con pantalla. Penumbra.
Se oye el ruido de los árboles y el silbido
del viento en las chimeneas. El guarda revela su presencia
haciendo resonar el chuzo.

Entran MEDVEDENKO y MASHA.

MASHA (llamando)- ¡Konstantín Gavrílich! (Mirando
a su alrededor.) No hay nadie. El viejo no hace
más que preguntar a cada momento dónde está
Kostia, dónde está Kostia… No puede vivir sin él…

MEDVEDENKO- Tiene miedo a la soledad.
(Escuchando con atención.) ¡Qué tiempo más horrible!
Ya es el segundo día.

MASHA (da un poco más de mecha a la luz)- En el
lago se forman olas enormes.

MEDVEDENKO- El jardín está oscuro. Haría
falta mandar que desmonten ese teatro del jardín.
Ahí está, desnudo, horrible, como un esqueleto, y el
viento hace batir el telón. Ayer, al pasar cerca de allí,
de noche, me pareció que alguien estaba dentro, llorando.

MASHA- Vaya, hombre… (Pausa.)

MEDVEDENKO- Vámonos a casa, Masha.

MASHA (mueve negativamente la cabeza)- Pasaré la
noche aquí.

MEDVEDENKO (suplicante)- Masha, ¡vámonos!
A lo mejor nuestro pequeñín tiene hambre.

MASHA- ¡Bah! Matriona le dará de comer. (Pausa.)

MEDVEDENKO- Me da pena. Es ya la tercera
noche que no ve a su rnadre.

MASHA- Qué latoso te has vuelto. Antes, por lo
menos, a veces filosofabas; pero ahora siempre me
vienes con la misma canción: el pequeño, a casa, el
pequeño, a casa, y no hay modo de sacar de ti otra
cosa.

MEDVEDENKO- Vamos, Masha.

MASHA- Vete tú.

MEDVEDENKO- Tu padre no me dará el caballo.

MASHA- Te lo dará. Pídeselo y te lo dará.

MEDVEDENKO- Está bien, se lo pediré. ¿Así
pues, volverás mañana?

MASHA (olisquea rapé)- Bueno, mañana. Qué pesado.

Entran TREPLIOV Y POLINA ANDRÉIEVNA;
Trepliov trae almohadas y una manta; Polina Andréievna,
unas sábanas; lo ponen todo sobre el diván;
luego, Trepliov va a sentarse a su mesa de
escribir.

MASHA- ¿Por qué traen esto aquí, mamá?

POLINA ANDRÉIEVNA- Piotr Nikoláievich
ha pedido que le preparemos la cama en el gabinete
de Kostia.

MASHA- Déjeme, la haré yo… (Prepara la cama.)

POLINA ANDRÉIEVNA (suspirando)- Los
viejos son como los niños… (Se acerca a la mesa de escribir
y, apoyándose de codos en ella, mira un manuscrito;
pausa.)

MEDVEDENKO- Así pues, me voy. Adiós,
Masha. (Besa la mano a su mujer.) Adiós, mamá. (Se
dispone a besar la mano a su suegra.)

POLINA ANDRÉIEVNA (molesta)- ¡Deja! Que
Dios te guarde.
Trepliov le tiende la mano sin decir palabra;
Medvedenko sale.

POLINA ANDRÉIEVNA (mirando el manuscrito)-
Nadie pensaba ni se habría imaginado que usted,
Kostia, iba a convertirse en un verdadero escritor. Y
ya ve, a Dios gracias, las revistas han comenzado a
enviarle dinero. (Le pasa la mano por los cabellos.) Y
también se ha vuelto hermoso… ¡Querido Kostia, mi
buen Kostia, sea más amable con mi pequeña
Masha!…

MASHA (preparando la cama)- Déjele, mamá.

POLINA ANDRÉIEVNA (a Trepliov)- Es tan
buenecita. (Pausa.) Una mujer, Kostia, sólo necesita
una cosa: que la miren con ternura. Lo sé por mí
misma.

Trepliov se levanta de la mesa y se va sin decir nada.

MASHA- Le ha molestado. ¡Qué necesidad tenía
de insistir!

POLINA ANDRÉIEVNA- Me das pena, Másheñka.

MASHA- ¡La falta que me hace!

POLINA ANDRÉIEVNA- Por ti tengo el corazón
dolorido. Lo veo todo, ¿sabes?, todo lo comprendo.

MASHA- Estupideces. El amor sin esperanza
sólo se da en las novelas. Tonterías. Lo único que
hace falta es no abandonarse y no pasarse el tiempo
esperando no se sabe qué, esperando que la mar se
aparte… Si el amor anida en el corazón, hay que
echarlo fuera. Verá, han prometido trasladar a mi
marido a otra provincia. Cuando estemos allí, lo
olvidaré todo… lo arrancaré del corazón de raíz.
Se oyen las notas de un vals melancólico; llegan
del interior, a través de dos habitaciones.

POLINA ANDRÉIEVNA- Kostia está tocando.
Esto significa que se siente triste.

MASHA (da dos o tres vueltas de vals en silencio)- Lo
importante, mamá, es no tenerle ante los ojos. Que
concedan el traslado a mi Semión y allí, créame usted,
en un mes olvidaré. Todo esto son pequeñeces.
Se abre la puerta de la izquierda; DORN y

MEDVEDENKO empujan el sillón en que está
sentado SORIN.

MEDVEDENKO- En casa tengo ahora seis
personas. Y la harina está a setenta kopels el pud.

DORN- Y arréglatelas como quieras.

MEDVEDENKO- Usted puede reír, usted tiene
la bolsa bien repleta.

DORN- ¿La bolsa repleta? En treinta años de
ejercicio, amigo mío, años intranquilos, durante los
cuales no he tenido míos ni los días ni las noches,
logré reunir tan sólo dos mil rublos y me los he
gastado no hace mucho en el extranjero. No tengo
nada.

MASHA (a su marido)- ¿No te has ido?

MEDVEDENKO (como si fuera culpable)- ¿Qué
quieres que haga? ¡No me dan el caballo!

MASHA (con amargo despecho, a media voz)- ¡Ojalá
mis ojos no te vieran!
Detienen el sillón en la mitad izquierda de la estancia;
Polina Andréievna, Masha y Dorn se sientan
cerca de él. Medvedenko, entristecido, se aparta.

DORN- ¡Cuántos cambios hay aquí! De un salón
han hecho un gabinete.

MASHA- A Konstantín Gavrílich le resulta más
cómodo trabajar aquí .Puede salir al jardín a meditar
cuando quiere.
Se oyen los golpes del guarda.

SORIN- ¿Dónde está mi hermana?

DORN- Ha ido a la estación, a esperar a Trigorin.
Pronto estará de vuelta.

SORIN- Si usted ha creído necesario hacer venir
aquí a mi hermana, es que estoy enfermo de gravedad. (Después de unos momentos de silencio.) Bonita historia,
estoy gravemente enfermo y no me dan ninguna
medicina.

DORN- ¿Y qué quiere usted? ¿Gotas de valeriana?
¿Soda? ¿Quina?

SORIN- Vaya, otra vez filosofías. ¡Oh, qué castigo!
(Señalando el diván con la cabeza.) ¿Lo han preparado
para mí?

POLINA ANDRÉIEVNA- Para usted, Piotr
Nikoláievich.

SORIN- Gracias.

DORN (canturreando)- “Flota la luna por los cielos
nocturnos. . .”

SORIN- Verán, quiero dar a Kostia un tema para
una novelita, que deberá titularse «El hombre que ha
querido”, L’homme qui a volulu. En otro tiempo, cuando
joven, quería hacerme literato, y no lo hice; quería
hablar con elegancia y siempre he hablado de manera
espantosa (parodiándose): «y eso, eso es, así pues y
así no»…, a veces, me he puesto a resumir, resumir…
hasta quedar bañado en sudor; quería casarme
y no me he casado; quería vivir siempre en la ciudad,
y ya ven, acabo mi vida en el campo, eso es.

DORN- Quería llegar a ser consejero de Estado
y ha llegado a serlo.

SORIN (riéndose)- Esto no lo buscaba. Vino por
sí mismo.

DORN- Manifestar descontento de la vida a los
sesenta y dos años, reconózcalo usted, no es generoso.

SORIN- ¡Qué tozudo! ¡Pero comprenda que se
tienen ganas de vivir!

DORN- Esto es poco serio. Según las leyes de la
naturaleza, toda vida ha de tener un fin.

SORIN- Usted razona como un hombre ahíto.
Usted va harto y por esto es indiferente a la vida, a
usted todo le da lo mismo. Pero también a usted le
causará pavor morir.

DORN- El miedo a la muerte es un miedo animal…
Hay que vencerlo. Conscientemente, sólo temen
la muerte los que creen en la vida eterna y se
asustan de sus pecados. Pero usted, en primer lugar
no es creyente; en segundo lugar, ¿qué pecados le
atribulan? Ha prestado sus servicios en el Departamento
de Justicia durante veinticinco años, y eso es
todo.

SORIN (riéndose)- Veintiocho…

Entra TREPLIOV y se sienta en un escabel, a los
pies de Sorin. Masha no aparta de él sus ojos.

DORN- No dejamos trabajar a Konstantín Gravílovich.

TREPLIOV- No, no importa.
Pausa.

MEDVEDENKO- Permítame una pregunta,
doctor: ¿cuál es la ciudad extranjera que más le ha
gustado?

DORN- Génova.

TREPLIOV- ¿Por qué Génova?

DORN- Hay en las calles de esa ciudad una muchedumbre
excepcional. Al atardecer, cuando sales
del hotel, la calle está llena de gente, caminas luego
entre la muchedumbre sin objetivo alguno, sin rumbo,
siguiendo una línea quebrada; vives con la gente,
te fundes psíquicamente con ella y empiezas a creer
que, en verdad, es posible la existencia de una sola
alma universal, semejante a la que un día, en su
obra, personificó Nina Zariéchnaia. A propósito,
¿dónde está ahora Zariéchnaia? ¿Dónde está y cómo
está?

TREPLIOV- Es de suponer que goza de buena
salud.

DORN- Me han dicho que ha llevado una vida
un poco especial. ¿De qué se trata?

TREPLIOV- Es una larga historia, doctor.

DORN- Cuéntela en pocas palabras. (Pausa.)

TREPLIOV- Huyó de su casa y se unió a Trigorin.
¿Lo sabía usted?

DORN- Lo sabía.

TREPLIOV- Tuvo un niño. El niño murió. Trigorin
dejó de quererla y volvió a sus antiguos afectos,
como era de esperar. De todos modos, nunca
había roto sus viejas relaciones en un lado y en otro.
Por lo que he podido comprender de lo que se me
ha dicho, la vida privada de Nina ha sido un fracaso
total.

DORN- ¿Y en la escena?

TREPLIOV- Según parece, aún ha sido peor.
Debutó en un punto de veraneo cerca de Moscú,
luego se fue a provincias. En aquel entonces yo no
la perdía de vista y durante cierto tiempo la seguí
adonde fuera. Representaba siempre papeles importantes,
pero lo hacía sin gracia, sin gusto, forzando
la voz y gesticulando de manera brusca.
Había momentos en que sabía emitir un grito con
arte, pero se trataba sólo de momentos.

DORN- ¿Así pues, talento artístico no le falta?

TREPLIOV- Era difícil de comprender. Probablemente
lo tiene. Yo la veía, pero ella no quería
verme; en el hotel daba orden de que no se me dejara
pasar a visitarla. Yo comprendía su estado de
ánimo y no insistía en obtener la entrevista. (Pausa.)
¿Qué más podría decirle? Después, cuando volví a
casa, recibí de ella unas cartas. Eran cartas inteligentes,
afectuosas, interesantes; no se quejaba, pero
yo me daba cuenta de que era profundamente desdichada;
no había línea que no respondiera a un nervio
tenso, enfermo. También tenía la imaginación
un poco perturbada. Se firmaba Gaviota. En La Sirena3
el molinero dice que es un cuervo. Así ella, en
sus cartas, repetía siempre que es una gaviota. Ahora
está aquí.

DORN- ¿Cómo se entiende, aquí?

TREPLIOV- En la ciudad, en una hostería. Hace
ya cinco días que se aloja allí. Yo he ido a verla, y
también ha ido María Ilínichna, pero no recibe a
nadie. Semión Semiónovich afirma que ayer, después
del almuerzo, la vio, en el campo, a dos verstas
de aquí.

MEDVEDENKO- Sí, la vi. Ella iba en dirección
opuesta, hacia la ciudad. La saludé y le pregunté
por qué no venía a hacernos una visita. Me
contestó que vendría.

TREPLIOV- No vendrá. (Pausa.) Su padre y su
madrastra no quieren saber nada de ella. Han puesto
guardas en todas partes para que no la dejen acercarse
ni siquiera a la finca. (Se aparta con el doctor hacia
la mesa de escribir.) ¡Qué fácil, doctor, ser filósofo en el
papel y qué difícil serlo en la realidad!

SORIN- Era una muchacha encantadora.

DORN- ¿Qué?

SORIN- Digo que era una muchacha encantadora.
El consejero de Estado Sorin hasta estuvo enamorado
de ella cierto tiempo.

DORN- ¡Viejo Don Juan!
Se oyen risas de Shamráiev.

POLINA ANDRÉIEVNA- Me parece que los
nuestros han vuelto de la estación…

TREPLIOV- Sí, oigo a mamá.
Entran ARKÁDINA y TRIGORIN; tras ellos,
SHAMRÁIEV.

SHAMRÁIEV (entrando)- Todos nosotros envejecemos,
nos vamos apergaminando bajo la acción
de los elementos, pero usted, mí muy respetable
señora, sigue tan joven…Blusa clara, viveza… gracia…

ARKÁDINA- Otra vez quiere que el maleficio
me persiga. ¡Ah, qué enfadoso es usted!

TRIGORIN (a Sorin)- ¡Muy buenas, Piotr Nikoláievich!
¿Qué es eso de estar siempre malucho?
¡Eso no está bien! (Al ver aMasha, alegremente.) ¡María
Ilínichna!

MASHA- ¿Me ha reconocido? (Le estrecha la mano.)

TRIGORIN- ¿Casada?

MASHA- Hace mucho.

TRIGORIN- ¿Feliz? (Saluda a Dorn y a Medvedenko;
luego, indeciso, se acerca a Trepliov.) Irina Nikoláievna
me ha dicho que usted ya ha olvidado lo pasado y
que no me guarda rencor.
Trepliov le tiende la mano.

ARKÁDINA (al hijo)- Mira, Boris Alexéievich
ha traído la revista con tu nuevo relato.

TREPLIOV (tomando la revista; a Trigorin)- Gracias.
Es usted muy amable. (Se sientan.)

TRIGORIN- Sus admiradores le mandan saludos…
En Petersburgo y en Moscú se interesan mucho
por usted y siempre me están haciendo
preguntas acerca de su persona. Quieren saber cómo
es, cuántos años tiene, si es moreno o rubio. No
sé por qué, todos creen que usted ya no es joven. Y
nadie sabe cuál es su verdadero nombre, pues todo
lo publica bajo seudónimo. Usted es misterioso como
la Máscara de Hierro.

TREPLIOV- ¿Viene usted por mucho tiempo?

TRIGORIN- No, pienso regresar a Moscú mañana
mismo. Es necesario. He de terminar pronto
una novelita y, además, he prometido dar algo para
una antología. En una palabra, siempre la misma
historia.
Mientras ellos hablan, Arkádina y Polina Andréievna
colocan en medio de la estancia una mesa de
juego y la abren; Shamráiev enciende unas velas,
acerca unas sillas. Sacan del armario un juego de
lotería.

TRIGORIN- El tiempo no me ha recibido con
mucha amabilidad. El viento es endiablado. Mañana
por la mañana, si se calma, iré a pescar en el lago. A
propósito, he de dar un vistazo al jardín, y al lugar
en que se presentó su obra, ¿recuerda? Tengo ya
maduro un tema, necesito sólo refrescar en la memoria
el lugar de la acción.

MASHA (a su padre)- ¡Papá, deja que mi marido
tome el caballo! Ha de volver a casa.

SHAMRÁIEV (remedándola)- El caballo… a casa…
(Severo.) Tú misma lo has visto: acabamos de mandarlo
a la estación. No es posible arrearlo otra vez.

MASHA- Pero hay otros caballos … (Al ver que
su padre calla, hace un gesto con la mano.). Tratar contigo…

MEDVEDENKO- Iré a pie. Masha. La verdad…

POLINA ANDRÉIEVNA (suspirando)- ¿A pie,
con este tiempo?… (Se sienta a la mesa de juego.) Hagan
el favor, señores.

MEDVEDENKO- Total, no son más que seis
verstas… Adiós… (Besa la mano a su mujer.) Adiós,
mamá. (La suegra le tiende de mala gana la mano para que
se la bese.) No habría molestado a nadie, pero el pequeñuelo… (Sale; camina como una persona que se siente
culpable de algo.)

SHAMRÁIEV- No te preocupes, llegará. No es
ningún general.

POLINA ANDRÉIEVNA (dando unos golpes sobre
la mesa)- Por favor, señores. No perdamos el tiempo,
que pronto nos llamarán a cenar.
Shamráiev, Masha y Dom se sientan a la mesa.

ARKÁDINA (a Trigorin)- Cuando llegan las largas
veladas otoñales, aquí se juega a la lotería. Mire:
este juego de lotería es vicio, lo usaba ya nuestra
difunta madre cuando jugaba con nosotros, de pequeños.
¿No quiere echar una partida, mientras esperamos
la hora de cenar? (Arkádina y Trigorin se
sientan a la mesa.) Es un juego aburrido, pero si uno
se acostumbra, no se da cuenta. (Sirve tres cartones a
cada uno.)

TREPLIOV (hojeando la revista)- Su novelita la ha
leído, pero la mía… ni siquiera ha cortado las páginas.
(Pone la revista sobre la mesa de escribir, luego se dirige
hacia la puerta de la izquierda; al pasar cerca de su madre, le
da un beso en la cabeza.)

ARKÁDINA- ¿Y tú, Kostia?

TREPLIOV- Perdona, no tengo ganas… Voy a
dar una vuelta. (Sale.)

ARKÁDINA- La puesta es de diez kopeks.
Ponga por mí, doctor.

DORN- Hecho.

MASHA- ¿Han puesto todos? Empiezo… ¡Veintidós!

ARKÁDINA- Bien.

MASHA- ¡Tres!…

DORN- Eso es.

MASHA- ¿Han puesto el tres? ¡Ocho! ¡Ochenta
y uno! ¡Diez!

SHAMRÁIEV- No corras.

ARKÁDINA- Qué acogida me hicieron en Járkov,
¡madre mía!, aún la cabeza me da vueltas.

MASHA- ¡Treinta y cuatro!
Tras la escena tocan un vals melancólico.

ARKÁDINA- Los estudiantes me tributaron
una ovación… Tres cestas de flores, dos coronas y
miren… (Se quita un broche del pecho y lo arroja sobre la
mesa)

SHAMRÁIEV- Vaya, es cosa buena…

MASHA- ¡Cincuenta!

DORN- ¿Cincuenta exactos?

ARKÁDINA- Yo llevaba un vestido maravilloso…
En eso del vestir, sé lo que me hago.

POLINA ANDRÉIEVNA- Kostia está tocando.
Se siente triste, el pobre.

SHAMRÁIEV- En los periódicos le atacan mucho.

MASHA- ¡Setenta y siete!

ARKÁDINA- ¿Para qué hacer caso?

TRIGORIN- No tiene suerte. No hay modo de
que llegue a encontrar su propio tono. Siempre escribe
cosas raras, vagas, a veces parecen desvaríos.
Ni un personaje real, vivo.

MASHA- ¡Once!

ARKÁDINA (mirando a Sorin)- .Petrusha, ¿te
aburres? (Pausa.) Duerme.

DORN- El consejero de Estado duerme.

MASHA- ¡Siete! ¡Noventa!

TRIGORIN- Si yo hubiera vivido en una finca
como ésta, junto a un lago, ¿acaso me habría puesto
a escribir? Habría sofocado en mí esta pasión y no
habría hecho otra cosa que pescar.

MASHA- ¡Veintiocho!

TRIGORIN- ¡Es un placer tan grande pescar un
gobio o una perca!

DORN- Pues yo creo en Konstantín Gavrílovich.
Algo hay en él. ¡Algo hay! Piensa por medio de
imágenes, sus relatos son vivos, tienen colorido y yo
los siento profundamente. La pena está en que no se
plantea problemas concretos. Causa impresión, nada
más, y sólo con impresiones no se llega muy lejos.
Irina Nikoláievna, ¿está usted contenta de que
su hijo sea escritor?

ARKÁDINA- Figúrese que aún no he leído nada.
Nunca tengo tiempo…

MASHA- ¡Veintisiete!
Trepliov entra silenciosamente y se dirige a su mesa
de escribir.

SHAMRÁIEV (a Trigorin)- En nuestra casa, Boris
Alexéievich, ha quedado una cosa suya.

TRIGORIN- ¿Cuál?

SHAMRÁIEV- Una vez Konstantín GavríIovich
mató una gaviota y usted me encargó que la
hiciera disecar.

TRIGORIN- No lo recuerdo. (Pensando.) ¡No lo
recuerdo!

MASHA- ¡Sesenta y seis! ¡Uno!

TREPLIOV (abre la ventana y se pone a escuchar)-
¡Qué oscuridad¡ No comprendo por qué me siento
tan intranquilo.

ARKÁDINA- Kostia, cierra la ventana, se nota
aire.
Trepliov cierra la ventana.

MASHA- ¡Ochenta y ocho!

TRIGORIN- La partida es mía, señores.

ARKÁDINA (alegremente)- ¡Bravo, bravo!

SHAMRÁIEV- ¡Bravo!

ARKÁDINA- Este hombre siempre tiene suerte,
en todas partes. (Se levanta.) Ahora vamos a comer
alguna cosa. Nuestra celebridad hoy no ha
almorzado. Después de cenar continuaremos. (A su
hijo.) Kostia, deja tus manuscritos, vamos a comer.

TREPLIOV- No quiero, mamá; no tengo ganas.

ARKÁDINA- Como quieras. (Despierta a Sorin.)
¡Petrusha, a cenar! (Toma a Shamráiev del brazo.) Le
voy a contar cómo me recibieron en Járkov…
Polina Andréievna apaga las velas de la mesa; luego
ella y Dorn empujan el sillón. Todos se van por la
puerta de la izquierda; en escena queda sólo Trepliov,
sentado a su mesa de escribir.

TREPLIOV (se dispone a escribir; relee lo que ya ha escrito)-
Tanto como he hablado de nuevas formas y
ahora siento que yo mismo, poco a poco, estoy cayendo
en la rutina… (Lee.) “El cartel fijado en el muro
rezaba… Un rostro pálido, circundado de negros
cabellos”… Rezaba, circundado… Eso es banal. (Lo
tacha.) Comenzaré describiendo cómo el ruido de la
lluvia despierta a mi protagonista, y todo lo demás,
fuera. La descripción de la noche de luna es larga y
rebuscada. Trigorin se ha elaborado ya sus recursos,
a él le resulta fácil… En una presa, él ve brillar el
cuello de una botella rota, percibe la negra sombra
de una rueda de molino y ya tiene la descripci6n de
la noche de luna; en lo que yo escribo, en cambio,
hay luz trémula, silencioso centelleo de estrellas,
lejanos sonidos de un piano de cola que se apagan
en el aire fragante… ¡Qué tortura! (Pausa.) Sí, cada
vez me convenzo más de que la cuestión no está en
las formas viejas o nuevas, sino en que el hombre
escriba sin pensar en forma alguna, en que escriba,
porque lo que escribe fluye libremente de su alma.
(Alguien llama a la ventana más próxima a la mesa.)

¿Quién es? (Mira por la ventana.) No se ve nada…
(Abre la puerta vidriera y mira al jardín.) Alguien ha bajado
los peldaños corriendo. (Grita.) ¿Quién hay
aquí? (Sale; se le oye caminar rápidamente por la terraza;
unos momentos después, vuelve con Nina Zariéchnaia.) ¡Nina!
¡Nina!
Nina le apoya la cabeza en el pecho y llora, conteniéndose.

TREPLIOV (conmovido)- ¡Nina! ¡Nina! Es usted…
usted… Tenía como un presentimiento, he sentido
una gran congoja todo el día. (Le quita el sombrero y la
toquilla.) Oh, mi niña buena, mi encanto. ¡Ha venido!
Nada de llantos, nada.

NINA- Hay alguien aquí.

TREPLIOV- No hay nadie.

NINA- Cierre las puertas; si no, entrarán.

TREPLIOV- No entrará nadie.

NINA- Irina Nikoláievna está aquí, lo sé. Cierre
las puertas…

TREPLIOV (cierra con llave la puerta de la derecha; se
acerca a la de la izquierda)- Esta no tiene cerradura.
Pondré un sillón. (Coloca un sillón contra la puerta.) No
tema, no entrará nadie.

NINA (le mira fijamente a la cara)- Déjeme que le
mire. (Volviendo la vista por la estancia.) Aquí no hace
frío, se está bien. Antes esto era el salón. ¿He cambiado
mucho?

TREPLIOV- Sí… Ha adelgazado y los ojos se le
han hecho mayores. Nina, ¡qué extraño me parece
verla! ¿Por qué no me ha permitido visitarla nunca?
¿Por qué no ha venido hasta ahora? Sé que vive usted
aquí hace casi una semana… Todos los días me
he acercado varias veces a su casa, me he quedado al
pie de su ventana, como un mendigo.

NINA- Tenía miedo de que me odiara. Todas
las noches sueño que usted me mira y no me reconoce.
¡Si usted supiera! Desde que he llegado no he
hecho más que venir hacia aquí… hacia el lago. He
estado muchas veces cerca de esta casa sin atreverme
a entrar. Sentémonos. (Se sientan.) Sentémonos y
hablemos, hablemos. Qué bien se está aquí, qué
acogedor, sin frío. ¿Oye el viento? Turguéniev dice,
en alguna parte: “Dichoso aquel que en noches como
ésta tiene un techo para cobijarse y un rincón
caliente.” Yo soy una gaviota… No, no es eso (Se
pasa la mano por la frente.) ¿De qué estaba hablando?
Sí… Turguéniev. “Y que Dios ayude a todos los peregrinos
sin albergue” … No es nada. (Llora.)

TREPLIOV- Nina, otra vez … ¡Nina!

NINA- No es nada, esto me alivia… Hace ya dos
años que no he llorado. Ayer, anochecido ya, vine al
jardín para ver si se conservaba aún nuestro teatro.
Todavía sigue en pie. Me puse a llorar por primera
vez después de dos años y me sentí consolada, se
me hizo más clara el alma. ¿Ve? Ya no lloro. (Le toma
de la mano.) Así, usted se ha convertido en un escritor
… Usted es escritor, yo soy actriz … También
nosotros hemos caído en el torbellino… Yo vivía
gozosa, como una niña: me despertaba por la mañana
y me ponía a cantar; le amaba a usted, soñaba
con la fama, ¿y ahora? Mañana a primera hora de la
mañana he de partir para Eléts, en tercera clase… en
compañía de mujiks, y en Eléts los mercaderes instruidos
me asediarán con sus galanterías. ¡Qué grosera
es la vida!

TREPLIOV- ¿Por qué a Eléts?

NINA- Me he contratado por todo el invierno.
Ya es hora de que me vaya.

TREPLIOV- Nina, yo la he maldecido a usted,
la he odiado, he roto sus cartas y fotografías, pero a
cada instante he tenido conciencia de que mi alma le
pertenece para siempre. No tengo fuerzas para dejar
de quererla, Nina. Desde que la perdí y empecé a
publicar, la vida se me ha hecho insoportable, sufro…
Es como si, de golpe, me hubieran arrancado
la juventud, y tengo la impresión de haber vivido
noventa años. Yo la invoco, beso la tierra por la que
usted ha pasado, dondequiera que miro se me figura
ver su rostro, esta dulce sonrisa que ha iluminado
los mejores años de mi vida…

NINA (desconcertada)- ¿ Por qué habla de este
modo? ¿Por qué habla de este modo?

TREPLIOV- Estoy solo, no hay afecto alguno
que me dé calor, tengo frío como en un subterráneo,
y cuanto escribo es seco, duro, tenebroso. ¡Quédese
aquí, Nina, se lo suplico, o déjeme partir con usted!
Nina se pone rápidamente el sombrero y la toquilla.

TREPLIOV- ¿Por qué, Nina? En nombre de
Dios, Nina… (Mira cómo ella se prepara para salir; pausa.)

NINA- El coche me espera frente al portillo. No
me acompañe, iré sola… (Entre lágrimas.) Deme un
poco de agua…

TREPLIOV (dándole un vaso de agua)- ¿Adónde va
usted ahora?

NINA- A la ciudad. (Pausa.) ¿Está aquí Irina Nikoláievna?

TREPLIOV- Sí… El jueves le telegrafiamos para
que viniera; mi tío se sentía mal.

NINA- ¿Por qué dice ha besado la tierra por la
que he andado? Merecería que me mataran. (Se apoya
inclinándose en la mesa.) ¡Estoy tan fatigada! Si pudiera
descansar… ¡Descansar! (Levanta la cabeza.) Soy una
gaviota… No es esto. Soy una actriz. ¡Oh, sí! (Oye las
risas de Arkádina y Trigorin, escucha con atención. Luego
corre hacia la puerta de la izquierda, mira por el agujero de la
cerradura.) También él está aquí… (Vuelve hacia Trepliov.)
Oh, sí… No importa… Sí.. . Él no creía en el
teatro, se burlaba siempre de mis sueños, y, poco a
poco, también yo dejé de creer y perdí el ánimo…
Añada a ello los tormentos del amor, los celos, el
miedo constante por el niño… Me volví mezquina,
insignificante, declamaba de manera absurda… No
sabía qué hacer con las manos, no sabía permanecer
en escena. No dominaba la voz. Usted no puede
comprender lo que se siente cuando uno se da
cuenta de que declama muy mal. Soy una gaviota.
No, no es esto… ¿Recuerda que mató una gaviota?
Casualmente llegó un hombre, la vio y por no tener
qué hacer, la sacrificó… Tema para un relato breve…
No es esto. .. (Se pasa la mano por la frente.) ¿De qué
estaba hablando?… Hablo de teatro… Ahora ya soy
una actriz de verdad, actúo con placer, con entusiasmo,
en escena me exalto y me siento magnífica.
Y ahora, desde que vivo aquí, pienso y siento que
día a día crecen las fuerzas de mi espíritu. . . Ahora
sí, ahora comprendo, Kostia, que en nuestro hacer –
da lo mismo que actuemos en escena o que escribamos-
lo importante no es la fama, no es el brillo,
no es aquello con que yo soñaba, sino saber sufrir.
Aprende a llevar tu cruz y a creer. Yo creo y no
siento tanto dolor; cuando pienso en mi vocación
no tengo miedo a la vida.

TREPLIOV (triste)- Usted ha encontrado su camino,
sabe a dónde va. En cambio, yo sigo errando
en un caos de sueños e imágenes sin saber para qué
ni para quién es esto necesario. No tengo fe ni sé
cuál es mi verdadera vocación…

NINA (escuchando con atención)- Chis… Me voy.
Adiós. Cuando sea una gran actriz, venga a verme
trabajar. ¿Me lo promete? Ahora… (Le estrecha la mano.)
Ya es tarde. Apenas me sostengo de pie … estoy
extenuada, tengo hambre …

TREPLIOV- Quédese, le daré de cenar…

NINA- No, no … No me acompañe, llegaré sola
… El coche me espera cerca… ¿Así, ella le ha traído
consigo? Bah, no importa. Cuando vea a Trigorin,

no le diga nada… Le amo. Le amo con más fuerza
aún que antes… Tema para un relato breve… Le amo,
le amo apasionadamente, con desesperación. ¡Qué
bello era el pasado, Kostia! ¿Recuerda? Qué vida
clara, cálida, gozosa, pura, qué sentimientos, sentimientos
parecidos a bellas y delicadas flores. . . ¿Recuerda?.
. . (Recita.) «Los hombres, los leones, las
águilas y las perdices, los astados venados, los gansos,
las arañas, los callados peces pobladores de las
aguas, las estrellas marinas y los seres que no podían
ser vistos por el ojo humano, en una palabra, todas
las vidas, todas las vidas, todas las vidas, acabado su
triste ciclo, se han extinguido… Hace ya miles de
siglos que la tierra no lleva en sí ni un ser vivo y esta
pobre luna en vano enciende su farol. En el prado
ya no se despiertan las grullas con su grito ni se oye
el zumbar de los moscardones de mayo entre el follaje
de los tilos…» (Abraza con ímpetu a Trepliov y huye
por la puerta vidriera.)

TREPLIOV (después de una pausa)- No estaría
bien que alguien la viera en el jardín y luego se lo
contara a mamá. Esto podría disgustarla…
Durante unos dos minutos rompe, en silencio,
todos sus manuscritos y los arroja bajo la mesa; luego
abre la puerta de la derecha y sale.
DORN (procurando abrir la puerta de la izquierda)-
Qué raro, parece que la puerta está cerrada… (Entra y
coloca el sillón en su sitio.) ¡Carrera de obstáculos!
Entran ARKÁDINA, POLINA ANDRÉIEVNA;
tras ellas, YÁKOV con unas botellas y MASHA;
luego SHAMRÁIEV Y TRIGORIN.

ARKÁDINA- El vino tinto y la cerveza para
Boris Alexéievich, póngalos aquí, en la mesa. Jugaremos
y beberemos. Tomen asiento, señores.

POLINA ANDRÉIEVNA (a Yákov)- Sirve el té
en seguida. (Enciende las velas, se sienta a la mesa de juego.)

SHAMRÁIEV (conduce a Trigorin hacia el armario)-
Aquí está la cosa de que le he hablado hace poco…
(Saca del armario una gaviota disecada.) Lo que usted
encargó.

TRIGORIN (mirando la gaviota)- ¡No recuerdo!
(Después de pensar unos momentos.) ¡No lo recuerdo!
Entre bastidores, a la derecha de la escena, se oye
un disparo; todos se estremecen.

ARKÁDINA (asustada)- ¿Qué es esto?

DORN- Nada. Habrá estallado alguna cosa en
mi botiquín de viaje. No se inquieten. (Sale por la
puerta de la derecha; medio minuto más tarde vuelve.) Lo que
me suponía: ha estallado una botellita de éter. (Canturrea.)
«Otra vez estoy ante ti, hechizado…”

ARKÁDINA (se sienta a la mesa)- Uf, me había
asustado. Esto me ha hecho recordar como… (Se
cubre el rostro con las manos.) Hasta se me ha enturbiado
la vista.

DORN (hojeando la revista, a Trigorin)- Hará unos
dos meses se publicó en esta revista un artículo…
una carta de América, y yo quería preguntarle
sobre este particular… (toma a Trigorin por la cintura y le
lleva hasta las candilejas)… ya que estoy muy interesado
por esta cuestión…(En tono más bajo, a media
voz)Llévese de aquí, adonde sea, a Irina Nikoláievna.
Konstantín Gavrílovich se ha suicidado…
Telón.

Fin de fiesta – Juan de la Cabada

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Zoraida, de siete años, y Tufí, de cinco, cayeron sin saberse de qué parte a ese mundo: un mundo limitado —desde antes de que la conciencia pudiera definirles su niñez— a vagar, comer lo que se ofrecía y dormir por los muelles, la playa y sus inmediaciones. Eran hermanos, y salvo esta noción y la de su origen árabe por el automático uso entre ellos de un reducidísimo vocabulario en tal idioma, no poseían otros antecedentes de sí mismos. ¿Por qué andaban así, allí en ese puerto del Mar Caribe? ¿A qué debían sus nombres? “Nadie supo explicarnos” —me dijo Tufí alguna vez. Y si los árabes mercaderes de la localidad, viejos residentes, no pudieron explicarlo, con mayor razón el par de vagabundos, que al antojo se adjudicaron el apellido Sesma y, precisamente a causa de todas esas circunstancias, profesábanse un cariño que de fraternal amalgamaba un celo extraño.

Constituían su patria la plaza de armas, los baluartes, las rocas, las arenas, los vapores y sus tripulantes, los veleros de pesca con su contenido, y el mercado con sus piñas, mameyes, aguacates, guanábanas, mangos y caimitos. También los platanares, la visión lejana de los cocoteros, el rugir del océano, el viento en tiempo de ciclones, ese sol deslumbrante cuyo fuego producía el sudor hirviente de las horas del día casi todo el año, y el húmedo que iban secando las voluptuosas brisas de la noche bajo aquel cielo limpio con estrellas enormes que de tan cerca se antojaban al alcance de la mano.

Sus caracteres —determinantes de su conducta futura— los moldeó el ambiente semibárbaro, que los fundidos en la pareja no eran ningunos predestinados a torcer. ¿Pero dónde aprendió Zoraida a bailar y cantar con esas reminiscencias arábigas en sus movimientos armónicos al tono de la voz? Sus exhibiciones ante un público de marineros le facilitó el sustento en compañía de Tufí, para luego alquilar un aposento de madera en las azoteas del Universo, el más mísero de los hoteluchos próximos a los muelles. Tenían ya entonces Zoraida trece años y Tufí once cuando cierto capitán noruego de un barco panameño la conoce y casa con ella, cuya hermosura y esbeltez de cuerpo se personifican en los complementos de lo bruñido de la piel broncínea, en el resplandor y abundancia del cabello lacio, negrísimo, y unos ojos dorados.

Al día siguiente de la boda, el capitán dispuso establecer a la familia en otro puerto de la costa, puerto más al sur y de superior categoría.

Con piel tostada, y mirar fijo, pelo rizado que peinaba esmeradamente, y ojos de un verde muy frío, Tufí pasó de niño rechoncho a mozo nervudo, fortachón. Adherido a su hermana por hábito e inextinguible afecto siguió al matrimonio, disimulando impertérrito su profundo rencor hacia el capitán. Su temperamento, de por sí reservado, se hizo hermético. Aprovechó la situación para entrar a una escuela de paga, donde a duras penas aprendió a leer y escribir escasamente.

La serie de acontecimientos que siguen implicaría en otro tiempo varios tomos, pero en la actualidad, socorrido el ambiente por los medios más extensos del cine, radio y televisión, que reducen los tomos a capítulos, nuestra literatura se impone la tarea de compendiar éstos en interés de la holgura del autor y utilidad pública de presuntos lectores.

Lejos de alterar las normas inherentes a casi todo matrimonio, al año nace un niño. La profesión del capitán comprende largas ausencias del hogar, que favorecen el desafecto del hijo por el padre, y un apego cada vez mayor hacia la madre. El marido no es muy inteligente ni de gran imaginación. Zoraida tampoco. A causa del chico sobrevienen altercados. Quizás el hombre termine por aburrirse. Con seguridad tiene otra u otras mujeres. Los periodos de ausencia se prolongan. El capitán parece haber roto en definitiva con Zoraida. Dura él tres años fuera; pero ella recibe puntualmente de la casa consignataria la mensualidad.

Por fin, el noruego vuelve con ánimo de radicar en tierra y atraerse definitivamente al hijo. Prosiguen, sin embargo, las contrariedades. A los dos meses de permanencia, el día que cumple cuatro arios el niño, su padre le colma de regalos, y con vestido nuevo lo lleva a pasear al muelle. Suben a un barco, en los momentos en que un largo pitazo anuncia su inmediata salida entre bocanadas de humo negro.

Zoraida nunca más recibe noticias del hijo ni dinero del marido.

Tufí, por su parte, tiene ya dieciséis años. Ante el desastre de la hermana, torvo, hermético, va en busca de porvenir a otro puerto, uno de los más lejanos de la costa norte.

Zoraida necesita recursos, y clandestinamente se vende bien, sin vicio ni entusiasmo.

Tufí lo averigua o supone.

Mientras el chico crece al lado del padre, transcurren veinte años. Tufí, ambicioso; reservón, pertinaz, pasados los treinta —después de haber probado que las pocas palabras e incultura son dotes que amparan su medro—, es el propietario de La Palestina, un prostíbulo con disfraz de café cantante y posada. Trocó el Sesma de su apellido anterior por el de Estéfano. Aunque no ha llegado a reconocido traficante de drogas, de vez en cuando lucra con guardárselas a los introductores unos días. Cada llegada de barco le significa un extraordinario ingreso en el negocio de contrabando. Por eso tiene conseguida franquicia de subir a bordo. Invita siempre a los capitanes y segundos oficiales para venir a tierra y visitar La Palestina. En esas épocas del inicio de su bonanza, mandó por su hermana Zoraida, la madre casi enloquecida, y amorosamente la indujo a que le trabajara sirviendo mesas y divirtiendo con sus bailes y demás aptitudes a los marineros borrachos. Habían pactado que a una seña que hiciera él, otorgase Zoraida todo lo que alguno de los clientes favoritos le pidiesen.

¡Así pasan doce años más!

Y aquel señalado día de septiembre fue de sorpresas. Por la mañana llegó un fraile misionero de gran barba pidiendo albergue. Se le asignó uno de los cuartos de arriba. Horas después atracó en el muelle mayor un trasatlántico carguero. Como siempre, Tufí se presentó a bordo.

—Encantado de conocerlo, capitán. ¡De veras! Le invito a que honre mi establecimiento ahora que baje usted a tierra. Y permítame que todo corra por mi cuenta. Venga y pasará una noche feliz, capitán. ¡Palabra!

Era este capitán, cosa rara, muy joven. Al mando del buque hacía su segundo viaje. La francachela en La Palestina duró hasta muy avanzada la noche. Bailaron, cantaron e hizo Tufí a Zoraida la seña en relación con el capitán.

A puerta cerrada, despedida la servidumbre y retirados el capitán y Zoraida a la intimidad del cuarto que ocupaba ella, Tufí les sirvió la última tanda.

¡Brindemos! —alzó Tufí su vaso—. Servido como para un largo viaje, capitán. Bonito fin de fiesta, ¿eh?

El joven sonrió estúpida, desencajadamente. Se hallaba en camiseta, muy borracho  y sentado a la orilla de la cama, frente a una mesilla. Bebió y recargó la cabeza sobre los brazos mientras Zoraida se desvestía y su hermano se llevaba la bandeja con los vasos. Ya desnuda, se puso a contemplar al joven sin que pudiera rehuir el rencor que desde hacía tanto tiempo le inspiraba la gente de mar. De pronto sintió compasión y sacudió repetidas veces al joven. En auxilio acudió Tufí. Bajó el fraile misionero, que después de una breve plegaria, y echar la bendición al difunto, abandonó el cuarto.

—Ayúdame a tenderlo provisionalmente sobre la cama —ordenó Tufí.

Zoraida se dispuso a obedecer.

— ¿Qué le habrá pasado? —interrogó.

—Yo lo maté… lo envenené.

Zoraida, dura como la travesía borrasca de la vida entera, dijo en forma de curiosidad, más que de reproche:

— ¿Por qué?

—Porque quiero que sufra el padre lo que sufrió la madre.

Zoraida quedó suspensa por una ráfaga de segundo, presa de temblor extraño.

 

— ¿Conoces al padre?

—Sí.

— ¿Y la madre?

—Eres tú…

Zoraida volvió las espaldas. Lentamente traspuso el umbral de su cuarto y alejándose repiquetearon pausados por el pasillo los tacones, hasta que impetuosa echó a correr, y con celeridad increíble remontó las escaleras.

Tufil salió en pos de su hermana. No bien llegó a la azotea vislumbró, entre la bruma del amanecer, cómo Zoraida, las manos en el rostro y gritando “¡Dios…  Dios… mío!” , se lanzaba desde lo alto del pretil al pavimento de la calle.

¿Quién se lleva a Blanca? – Jorge Ibargüengoitia

 

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      Todo empezó con una obra de caridad: visitar a los enfermos. Mi amigo Willert estaba enfermo de anginas y varias personas fuimos a visitarlo. Durante esa visita nos bebimos la famosa botella de ron que estuvo a punto de causar la muerte de Willert. Pero eso no es lo importante; lo importante es que los visitantes éramos el arquitecto Boris Gudonov, Rita su esposa, Blanca y yo. Boris Gudonov es el villano de esta his­toria, Blanca y yo fuimos sus víctimas. Rita y Willert no son más que comparsas.

      No importa lo que bebimos, ni lo que comimos, ni de lo que hablamos. Lo que importa es que Blanca tenía unos muslos fenomenales, que no bebía una gota y que a cierta hora se puso de pie y dijo:

      —Tengo que irme.

      —Yo te llevo —dijo Boris Gudonov.

      La llevó a su casa en el coche y tardó tres horas en regresar.

      Cuando Boris volvió, Rita, Willert y yo estábamos completamente borrachos, pero recuerdo muy bien, sin temor a equivocarme, que Boris se acercó y me dijo al oído:

      —No le digas a Rita, pero acabo de acostarme con Blanca.

      Ésa fue la segunda vez que la vi. Antes de conocer a Blanca alguien me la había descrito como “una mujer bellísima, enamorada de imposibles”. Cuando la conocí estaba vestida de color de rosa fuerte y sentada junto a un joven tímido.

      “Éste es uno de los imposibles”, pensé.

      Me decepcionó mucho. El rosa le quedaba muy mal. Tenía el pelo lacio y muy mal cortado y la piel del color de la cáscara de la chirimoya.

      Meses después del episodio en casa de Willert, la encontré en una fiesta en casa de Boris Gudonov. Es­taba sentada en un sofá, con tres borrachos alrededor empeñados en tocarle los muslos; tenían una discusión sobre costumbres cristianas. Blanca era muy católica y los borrachos eran ateos y querían hacerla en­trar en razón.

      Tomé un almohadón y se lo puse sobre las piernas, para protegerla de aquellas palpaciones. Ella me miró sorprendida y agradecida.

      — ¿Quién se lleva a Blanca? —preguntó Rita, cuando dieron las doce de la noche.

      Los tres borrachos, Boris Gudonov y yo ofrecimos llevarla. Blanca se fue conmigo, a pesar de que yo era el único que no tenía coche, ni dinero para el taxi.

      Cuando caminábamos por la Colonia Narvarte, le dije que me había dado cuenta de que ella era tímida. Con eso la conquisté.

      —Quisiera verte, para tomar un café y platicar contigo —dije. Quería hacer una cita para otro día por­que esa noche no tenía para el hotel.

      A ella le pareció muy bien. Nos sentamos al pie de una verja y ella empezó a hablar de la “comprensión”. Es decir, de lo maravilloso que es cuando dos almas se entienden. Pero las nuestras no se enten­dieron, porque yo estaba pensando en la cama y ella en el matrimonio.

      Al día siguiente fuimos a caminar un rato y des­pués entramos en un restaurante a tomar café. Ella me relató, de una manera abstracta, sus amores imposibles. Yo le dije mi edad y le pregunté la suya.

      —Tengo dos años más de los que parece.

      Había lloviznado y cuando salimos del restaurante hacia fresco. Le puse mi impermeable encima y le dije:

      —Bueno, ahora vamos a hacer el amor.

      Ella me miró llena de desencanto.

      —Eso sí que no.

      —Entonces no perdamos el tiempo —le dije.

      Tomamos un camión que la dejaba cerca de su casa.

      —Parecemos un matrimonio —me dijo cuando nos sentamos—, que ha ido al cine y que ahora regresa a su casa a merendar café con leche y pan.

      Después fue taciturna, pensando, quizá, que yo era “como los demás”.

      Tres días después se me ocurrió hacer otro intento y la llamé por teléfono. Ella me contestó con la rapidez y la sofocación de quien ha esperado tres días una llamada.

      — ¿Qué haces? —le pregunté.

      —Voy a la Merced —me contestó.

      La acompañé a la Merced a comprar pescado, pollo y melones. Cuando tomamos el camión de regreso ya éramos novios.

      Al entrar en su casa le toqué las nalgas, causando la hilaridad de unos niños que vivían allí cerca. Ella me miró con reproche.

      — ¿Por qué eres así?

      En la casa no había nadie, pero la vi tan nerviosa que no insistí.

      — ¿Quieres agua de limón? —me preguntó.

      Cuando le dije que sí, cogió un vaso que estaba ya servido y abandonado en una mesa y lo metió en el refrigerador, para que se enfriara.

      Fuimos a la sala. Había un televisor, un cenicero de porcelana que figuraba una casita con chimenea funcional y varios retratos al óleo de Blanca: de hui­pil, de tehuana y experimentando la tragedia del Valle del Mezquital.

      —Eres de la raza opresora —me dijo.

       Fui su novio durante dos o tres semanas. Iba por ella a la Universidad, porque estaba estudiando para trabajadora social. Caminábamos largas horas y des­pués, nos sentábamos en un parque, porque yo no tenía dinero para más. Un día quise convidarle unos sopes, pero cuando supo que eran a peso, le pareció un despilfarro y me llevó arrastrando hasta la esquina.

      —No gastes en mí —me dijo.

      Y no comimos sopes.

      Una tarde, estábamos sentados en una placita que hay en San Ángel, sin decir nada. Cuando pasó un camión haciendo mucho ruido, me dijo:

      —Se rompió el hechizo.

      No le contesté.

      Estaba tan resignada a pasar miserias a mi lado, que hasta yo empecé a creer que acabaríamos casándonos. Blanca vivía con su padre, que era jefe de algún archivo, su madre, que era una abnegada mujer mexicana, la esposa abandonada de un hermano de Blanca, las seis hijas de este matrimonio y un hermano soltero.

      Cuando me conocieron, el día en que vimos en la televisión una película argentina, la madre dijo, según Blanca, que yo era “de confianza”, pero el resto de la familia pensaba que “todos los hombres son muy malos, ofrecen muchos regalos, etc.” Esto me lo contó Blanca, porque yo no les oí decir más que “buenas noches”.

      —Yo sé que en el fondo eres bueno —me decía Blanca.

      Una noche que estábamos platicando en el jardín que quedaba afuera de su casa, llegó el hermano soltero, entró sin saludarme, subió a su cuarto y a los cinco minutos abrió la ventana con mucha violencia, para que supiéramos que era hora de despedirse.

      —Me gustas tanto —me dijo un día—, que si pasara junto a mí Rock Hudson, ni lo miraría siquiera.

      Me sentía obligado a casarme con ella, porque ella creía que iba a casarme con ella.

      —Si esto se acabara —me dijo durante uno de nuestros paseos vespertinos—, me daría mucha tristeza.

      Y no se hubiera acabado, si no hubiera sido por lo que pasó en el bar “Del Paseo”.

      La cosa fue así: un día tuve dinero y la invité a tomar la copa. Ella pidió un vermuth batido que le duró toda la tarde. Cuando se lo terminó, me dijo cómo iban a llamarse nuestros hijos.

      —El primero, Ernesto, el segundo, Juan, el tercero, Esteban, por San Esteban. Y las mujercitas… etc.

      Se apagó la luz en el hotel. Cuando íbamos a salir, nos dieron una vela y bajamos doce pisos alumbrán­donos con ella. Al llegar a la calle, le dije:

      —Esto no puede seguir así

      Pero así como antes no había entendido que lo que yo quería era acostarme con ella, no entendió entonces que no quería casarme con ella. Explicarle que no iba a haber matrimonio me tomó tres sesiones mortales. Le dije que necesitaba libertad, le dije que tenía dos amantes de las que no quería prescindir, le dije que nunca iba a tener dinero para casarme. En la tercera sesión me dijo:

      —Si necesitas libertad y dos amantes y no tienen di­nero, vamos a seguir como tú quieras.

      Si por allí hubiera empezado, si me hubiera dicho eso al salir del restaurante, después de tomar café, aquella vez que lloviznó, ahora estaríamos casados. Pero lo dijo demasiado tarde.

      —Blanca, lo que quiero es no seguir de ninguna manera.

      Durante meses, Blanca anduvo lloriqueando y contándole a mis amigos que yo la había abandonado. Después se le pasó, porque no le faltaban oportunidades. Durante una época trató de regenerar a uno de aquellos tres borrachos del sofá; después estuvo, durante años, a punto de casarse con un americano.

      Hace poco, el borracho a quien Blanca no pudo regenerar y que seguía borracho, me dijo:

      —Cuando Blanca y yo éramos amantes, me decía que a ti te había querido mucho y que nunca le hiciste nada.

      Me di cuenta de que me había convertido en otro de “los imposibles”. Me puse furioso.

La 33ª FILIJ rinde Homenaje a Jorge Ibargüengoitia en el Día Nacional del Libro

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El Centro de Lectura de la 33ª. Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil (FILIJ), ubicada en el Centro Nacional de las Artes (Cenart), será la sede central del Homenaje a Jorge Ibargüengoitia, al que se unirán los espacios de fomento a la lectura creados por el PNSL en todo el país: Paralibros, Salas de Lectura y Centros de Lectura, además de plazas y jardines, para realizar lecturas en voz alta de sus obras Sálvese quien pueda y Los relámpagos de agosto, y diversas actividades alrededor de las mismas.

En el Centro de Lectura de la FILIJ las actividades por el Día Nacional del Libro iniciarán a las 11:00 horas, con la lectura de Sálvese quien pueda en la que participarán escritores invitados, mediadores y público en general; a las 13:00 horas jóvenes autores de Tierra Adentro abordarán la mesa de reflexión Pasajes cinematográficos en la obra de Ibargüengoitia; a las 14:00 horas se efectuará una lectura en atril de pasajes de la novela Dos crímenes y a las 18:30 horas concluirá el homenaje con la proyección de la película del mismo nombre, basada en la obra de Ibargüengoitia.

Por otra parte, el mismo 12 de noviembre a las 16:00 horas, en el Aula Magna José Vasconcelos se realizará la charla Testimonios tamaulipecos de fomento a la lectura, donde participará Libertad García Cabriales, directora del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes (ITCA), Arturo Medellín, director de Publicaciones y Fomento Literario de dicho instituto, y Ricardo Cayuela, director general de Publicaciones del Conaculta.

Para esta conmemoración se realizó una edición especial de Sálvese quien pueda, como un obsequio de los libreros y editores de México, fue distribuido en todas las sedes de las actividades y se estará obsequiando durante la jornada en honor a Ibargüengoitia en el Centro de Lectura FILIJ. Los relámpagos de agosto se distribuyó también a nivel nacional, desde el mes de abril, en la celebración por el Día Mundial del Libro dedicada a Rubén Bonifaz Nuño y el propio Ibargüengoitia.

Cabe mencionar que el Centro de Lectura de la Feria fue instalado por el PNSL en colaboración con el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes (ITCA), con el propósito de dar a conocer las diversas acciones de fomento a la lectura que se han desarrollado en Tamaulipas, en favor de la reconstrucción del tejido social.

En un ambiente adverso, el ITCA ha generado en la capital del estado y municipios, espacios gratuitos libres e incluyentes para el acceso a la cultura lectora, contribuyendo al rescate de espacios públicos. Destaca la instalación y operación en el estado de 17 Paralibros y 34 salas verdaderamente comprometidas, de acuerdo al estudio de gabinete realizado este año.

Durante toda la FILIJ, el Centro de Lectura ofrecerá un programa de actividades, dirigido a niños, jóvenes y familias; tendrá talleres de cuento, novela y rock and roll; lecturas en voz alta de libros impresos y en soporte digital, horas del misterio, espectáculo de marionetas, así como presentaciones editoriales y actividades de Tamaulipas como narraciones orales. Además estará cómodamente acondicionado con sillones y colchonetas para que los lectores vuelen su imaginación y disfruten de la lectura de más de 600 títulos de diversos géneros y autores, acervo del PNSL.

También se instaló por primera ocasión un Paralibros espacio que asemeja a un parabus, que cuenta con 365 libros con lo mejor de la literatura universal, revistas, diccionarios y manuales de oficios y artes, y en el que se realizan actividades relacionadas con la lectura.

Al finalizar la FILIJ, este Centro de Lectura será trasladado al Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes para la instalación del segundo Centro de Lectura que empezará a funcionar en Ciudad Victoria, Tamaulipas, los primeros días de 2014 –el primero abrió sus puertas en Reynosa.

Los Centros de Lectura son espacios propicios para que todos  los interesados en el fomento a la lectura confluyan en el diálogo y la reflexión en torno a la cultura escrita. Son, al mismo tiempo, lugares que resguardan colecciones de libros, videos, películas y otros acervos; centros de estudio y formación lectora y escritora; lugares de discusión y debate; puntos de referencia para mirar el entorno y lugares de encuentro. 

Consulta la programación en la página

http://www.salasdelectura.conaculta.gob.mx

Bases para el premio Alfaguara de novela 2014

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1.ª.- Podrán optar al Premio todos los escritores (mayores de edad) que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad o procedencia, siempre que las obras que presenten se ajusten al concepto comúnmente aceptado de novela, estén escritas en idioma castellano, sean originales, rigurosamente inéditas y no hayan sido premiadas anteriormente en ningún otro concurso, ni correspondan a autores fallecidos con anterioridad a la presentación de la obra a este Premio.

2.ª.- Las novelas tendrán una extensión mínima de 200 páginas, tamaño DIN A4 (210 x 297 mm), mecanografiadas a doble espacio por una sola cara. Deberá enviarse un original impreso, encuadernado o cosido, y copia digital (en cualquier soporte electrónico). El original irá firmado con seudónimo, siendo obligatorio adjuntar sobre cerrado con nombre y apellidos, dirección y teléfono de contacto. Será imprescindible adjuntar, en sobre cerrado, declaración firmada aceptando expresamente las bases y condiciones de este Premio, garantizando que la obra no se halla pendiente del fallo de ningún otro Premio y que el autor tiene la libre disposición de todos los derechos de explotación sobre la obra en cualquier forma y en sus diferentes modalidades.

No se mantendrá correspondencia con los remitentes ni se facilitará información alguna relativa al seguimiento del Premio.

3.ª.- Los originales podrán enviarse a cualquiera de las sedes de ALFAGUARA en América Latina, Estados Unidos o España, cuyas direcciones figuran al final de estas bases, indicando claramente en el sobre «XVII Premio Alfaguara de novela 2014».

Una vez hecho público el fallo, los originales no premiados serán destruidos sin que quepa reclamación alguna en este sentido. La entidad organizadora no se hace responsable de las posibles pérdidas o deterioros de los originales, ni de los retrasos o cualquier otra circunstancia imputable a correos o a terceros que pueda afectar a los envíos de las obras participantes en el Premio.

4.ª.- El plazo de admisión de originales se cerrará el 31 de diciembre de 2013. Por el hecho de presentarse al Premio, los concursantes aceptan las presentes bases y se comprometen a no retirar su obra una vez presentada al concurso.

5.ª.- El Jurado estará compuesto por cinco destacados miembros del mundo cultural y literario español y latinoamericano. La composición del Jurado no se hará pública hasta el mismo día de la concesión del Premio.

6.ª.- El Premio no podrá ser declarado desierto y se otorgará a aquella obra de las presentadas que por unanimidad o, en su defecto, por mayoría de votos del Jurado, se considere merecedora de ello.

7.ª.- El fallo del Jurado será inapelable y se hará público en un acto que se celebrará en Madrid en marzo de 2014, reservándose la entidad organizadora el derecho a modificar esta fecha a su conveniencia.

8.ª.- Se entregará un único Premio, indivisible, cuyo ganador recibirá 175.000 (ciento setenta y cinco mil) dólares norteamericanos, de los que se detraerán los impuestos que fueran aplicables según la legislación española.

El autor premiado recibirá, además, una escultura simbólica conmemorativa del Premio Alfaguara de novela.

9.ª.- La obra premiada será editada por ALFAGUARA y comercializada simultáneamente en España, Estados Unidos y en los países de América Latina en que ésta está implantada.

10.ª.- El autor de la novela ganadora cede a SANTILLANA EDICIONES GENERALES, S. L. el derecho exclusivo de explotación de su novela en cualquier forma y en todas sus modalidades, para todo el mundo.

Esta cesión de derechos se entenderá realizada por el plazo máximo de duración que para cada modalidad a ejercitar establezca la legislación aplicable.

Entre los derechos reconocidos a SANTILLANA EDICIONES GENERALES, S. L. se entenderán comprendidas todas las modalidades de edición de la novela ganadora (rústica, tapa dura, bolsillo, club del libro, fascículos, ediciones para quioscos, reproducción parcial en pre y post publicaciones, reproducción impresa en publicaciones periódicas, antologías, libros escolares y otras ediciones especiales sean o no promocionales, impresión a demanda, etcétera).

También se entenderán comprendidos los derechos de reproducción, distribución y comunicación pública (en todas sus modalidades, incluida la puesta a disposición) de la obra en versiones electrónicas (entendiendo por tales aquellas que incluyan todo o parte de sus contenidos digitalizados, asociados o no a elementos multimedia), y/o audiolibro (entendiendo por tal cualquier fonograma que contenga una lectura de la obra, dramatizada o no), pudiendo reproducir, almacenar y distribuir copias totales o parciales en cualquier formato digital y soporte electrónico en su más amplio sentido, pudiendo transmitirla a través de Internet y otras redes informáticas y de telecomunicaciones y permitiendo a terceros su lectura (licencia on line, streaming, etc.), reproducción y/o almacenamiento permanente (download), así como el derecho de transformación y adaptación de la novela en cualquier modalidad de obra audiovisual (cinematográfica, televisiva, vídeo, etcétera).

Quedan también reservados en exclusiva a la editorial convocante los derechos de traducción para la edición en todos los idiomas, el derecho a publicar la obra por cualquier sociedad del grupo empresarial al que la editorial pertenece y la posibilidad de cesión a terceros.

La editorial podrá realizar cuantas ediciones decida de la obra debiendo constar de un mínimo de 1.000 y un máximo de 350.000 ejemplares cada una de ellas.

El importe del Premio retribuye la cesión de todos los derechos de explotación de la obra premiada en cualquier forma y/o modalidad hasta cubrir su totalidad, percibiendo el autor, una vez superada esta cifra, el 10% en las ediciones en tapa dura y/o rústica, el 7% en las económicas o de bolsillo (ambos porcentajes a aplicar sobre el precio de venta al público sin I.V.A. de cada país), el 25% de los ingresos netos percibidos por la editorial por cualquier forma de explotación que permita a un usuario final disfrutar de los contenidos digitalizados de la obra (ya sea mediante descarga, licencia de lectura on-line o streaming¸ etc.), entendiéndose por ingresos netos las cantidades efectivamente percibidas por la editorial como consecuencia de la facturación de la versión electrónica de la obra (precio de venta menos descuentos e impuestos), el siguiente escalado en el caso de su explotación como audiolibro si este se divulgara en soporte físico: 5% hasta 10.000 ejemplares vendidos,

6% del 10.001 al 20.000 y 7% del 20.001 en adelante (porcentajes a aplicar sobre el precio de venta al público sin I.V.A. de cada país), el 15% de los ingresos netos percibidos por la editorial por cualquier forma de explotación que permita a un usuario final disfrutar del fonograma de la obra si el audiolibro se divulgara online, y el 60% de lo percibido por la editorial en el resto de las modalidades de explotación (traducciones, audiovisuales, etcétera).

11.ª.- El autor de la novela ganadora se obliga a suscribir el oportuno contrato de edición según los términos expuestos en estas bases y en la legislación de Propiedad Intelectual Española, y cuantos contratos y documentos sean necesarios para la protección de los derechos de explotación cedidos a favor de SANTILLANA EDICIONES GENERALES, S. L. y para la inscripción de la obra en los Registros de la Propiedad Intelectual de los países donde sea comercializada. De no formalizarse el contrato, por cualquier circunstancia, el contenido de las presentes bases tendrá la consideración de contrato de cesión de derechos entre la editorial y el ganador.

12.ª.- La convocante se reserva, durante el plazo de 1 mes a partir del día en que se haga público el fallo, un derecho de adquisición preferente del derecho de edición de cualquier novela presentada al Premio que, no habiendo alcanzado el galardón, sea considerada de su interés, previa suscripción del oportuno acuerdo con los autores respectivos.

13.ª.- Dado que uno de los objetivos primordiales del Premio Alfaguara de novela es la difusión de la literatura en lengua española y el mejor conocimiento de sus autores, los concursantes autorizan expresamente a la convocante a utilizar con fines publicitarios sus nombres y su imagen como participantes en el Premio. El ganador, además, se compromete a participar personalmente en los actos de presentación y promoción de su obra que la editorial considere adecuados, en España, América Latina y Estados Unidos.

14.ª.- La participación en este Premio implica de forma automática la plena y total aceptación, sin reservas, de las presentes bases. Para cualquier diferencia que hubiese de ser dirimida por vía judicial, las partes, renunciando a su propio fuero, se someten expresamente a la legislación española y a los Juzgados y Tribunales de Madrid capital (España)

(*) Bases depositadas en la Notaría Madridejos-Tena (Francisco de Rojas, 10 – 28010 Madrid) y publicadas en el archivo ÁBACO de la página web http://www.notariado.org

Dirección de Alfaguara en México: Avda. Río Mixcoac 274, Colonia Acacias, 03240 Benito Juárz, México D.F.

En España: Avda. de los Artesanos, 6, 28760 Tres Cantos, Madrid.

Tumbas de escritores

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Escritores, tumbas y cementerios. Epitafios, silencios, lápidas blancas…  Tras la muerte de un escritor o escritora conocidos lo primero que tenemos en las liberías y en las novedades editoriales es la reedición de sus obras, la presencia en los estantes de todas sus obras y grandes homenajes como lecturas públicas, conferencias, presentación de obras póstumas, etc… Pero ¿Cómo son las tumbas de los escritores?

“Aquí yace quien por haber amado en exceso

a las busconas, descendió joven todavía

al reino de los topos”

Así decía el epitafio que Charles Baudelaire escribió para su tumba. Lamentablemente, este no es el epitafio que finalmente figuró en su tumba. Si algo es típico en la tumba de escritores y artista es que la gente deja sus dedicatorias y mensajes personales. Una forma un poco extraña de mostrar afecto por su obra. La tumba de Baudelaire está en el Cementerio de Montparnasse en París (viaje a París). Es un cementerio histórico por la cantidad de personajes conocidos que están enterrados allí, de entre los escritores y pensadores más conocidos encontramos las tumbas de: J. P. Sartre y Simone de Beauvoir, Julio Cortazar, E. M. Cioran, Samuel Beckett o Margarite Durás.

La pareja de filósofos formada por Sartre y Beauvoir están enterrados juntos. Tienen una tumbamuy  simple y sin ningún tipo de epitafio. Parece que se tomaron muy al pie de la letra aquello que decía Heidegger de que “el hombre es un animal para la muerte”. Una tumba muy acorde con el existencialismo pero hoy en día también llena de mensajes y dedicatorias de admiradores. ¿Tiene sentido? Yo creo que para Sartre no lo tendría.

De diseño muy curioso encontramos la tumba de Julio Cortazar. No sabría bien decir si me gusta o no, pero tiene su cosa. Sobre la lápida se yergue la imagen de un cronopio, escultura realizada en su memoria por sus amigos Julio Silva y Luis Tomasello.

La tumba está compartida con Carol Dunlop, escritora y fotógrafa canadiense y esposa de Cortázar.  Es costumbre dejar sobre su lápida dibujos de Rayuelas, copas de vino y billetes de metro con rayuelas dibujadas.

También en París, el cementerio de Montmartre nos ofrece las tumbas de ilustres escritores como Alejandro Dumas, Émile Zola, Stendhal o el poeta alemán Heinrich Heine.

Fuente: espaciolibros.com

Brenda Novak: 10 claves para escribir una novela

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novakBrenda Novak, nacida en 1964 en Vernal, Utah,  es una escritora Norteamericana que lleva escritas cerca de 50 novelas, de las que ha vendido más de 4 millones de libros (que se dice pronto). Sus novelas ganaron muchos premios, incluyendo el National Reader’s Choice, el Bookseller’s Best, el Book Buyer’s Best, Premio Daphne, y el Holt Medallion también ha sido tres veces nominada al Rita Award. Hablando de las claves de éxito al escribir una novela  Novack (una de las voces más autorizadas de la nueva narrativa romántica estadounidense) nos revela un valioso punto a considerar: a menudo el éxito se reduce a respetar las formas narrativas básicas.

Éstas son sus 10 claves para escribir una novela:

1. Empiece su historia en el lugar correcto, cuando algo emocionante sucede, cuando algo inusual acaba de pasar, cuando un desafío se le presenta a su protagonista.

2. Reserve la historia…

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Neruda entre nosotros; Por Julio Cortázar

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Tan cercano como está en la vida y en la muerte, toda tentativa de fijarlo desde la escritura corre riesgo de cualquier fotografía, de cualquier testimonio unilateral: Neruda de perfil, Neruda poeta social, las aproximaciones usuales y casi siempre falibles. La historia, la arqueología, la biografía, coinciden en la misma terrible tarea: clavar la mariposa en el cartón. Y el único rescate que la justifica viene de la zona imaginaria de la inteligencia, de su capacidad para ver en pleno vuelo esas alas que ya son ceniza en cada pequeño ataúd de museo. Cuando entré por la última vez a su dormitorio de la Isla Negra, en febrero de este año, Pablo Neruda estaba en cama acaso ya definitivamente inmovilizado, y sin embargo sé que aquella tarde y aquella noche anduvimos juntos por playas y senderos, que llegamos aún más lejos que dos años antes, cuando él había venido a esperarme a la entrada de la casa y había querido mostrarme las tierras que pensaba donar para que a su muerte alzaran allí una residencia de escritores jóvenes.

         Así, como paseando a su lado y escuchándolo, quisiera decir aquí mi palabra de latinoamericano ya viejo, porque muchas veces en el torbellino de la casi impensable aceleración histórica del siglo he sentido dolorosamente que la imagen universal de Pablo Neruda era para muchos una imagen maniquea, una estatua ya erigida que los ojos de las nuevas generaciones miraban con ese respeto mezclado de indiferencia que parece ser el destino de todo bronce en toda plaza. A esos jóvenes de cualquier país del mundo quisiera contarles, con la llaneza del que encuentra a sus amigos en el café, las razones de un amor que trasciende la poesía por sí misma, un amor que tiene otro sentido que mi amor por la poesía de John Keats o de César Vallejo o de Paul Eluard; hablarles de lo que sucedió en mis tierras latinoamericanas en esa primera mitad de un siglo que para ellos se confunde ya en la continuidad de un pasado que todo lo devora y confunde.

         En el principio fue la mujer; para nosotros, Eva precedió a Adán en mi Buenos Aires de los años treinta. Éramos muy jóvenes, la poesía nos había llegado bajo el signo imperial del simbolismo y del modernismo, Mallarmé y Rubén Darío, Rimbaud y Rainer María Rilke: la poesía era gnosis, revelación, apertura órfica, desdén de la realidad convencional, aristocracia, rechazando el lirismo fatigado y rancio de tanto bardo sudamericano. Jóvenes pumas ansiosos de morder en lo más hondo de una vida profunda y secreta, de espaldas a nuestras tierras, a nuestras voces, traidores inocentes y apasionados, cerrándose en cónclaves de café y de pensiones bohemias: entonces entró Eva hablando español desde un librito de bolsillo nacido en Chile, Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Muy pocos conocían a Neruda, a ese poeta que bruscamente nos devolvía a lo nuestro, nos arrancaba a la vaga teoría de las amadas y las musas europeas para echarnos en los brazos a una mujer inmediata y tangible, para enseñarnos que un amor de poeta latinoamericano podía darse y escribirse hic et nunc, con las simples palabras del día, con los olores de nuestras calles, con la simplicidad del que descubre la belleza sin el asentimiento de los grandes heliotropos y la divina proporción.

         Pablo lo sabía, lo supo muy pronto: no opusimos resistencia a esa invasión que nos liberaba, a esa fulminante reconquista.

         Por eso, cuando leímos Residencia en la tierra no éramos ya los mismos, los jóvenes pumas se lanzaban ya por su cuenta a la caza de presas tanto tiempo despreciadas. Después de Eva veíamos llegar al Demiurgo, resuelto a trastrocar un orden bíblico que no habíamos establecido los latinoamericanos; ahora íbamos a asistir a la creación verbal del continente, el pez iba a llamarse pez por boca americana, las cosas y los seres se proponían y se dibujaban desde la matriz original que nos había hecho a todos, sin la sanción tranquilizadora de los Linneo y los Cuvier y los Humboldt y los Darwin que nos habían legado paternalmente sus modelos y sus nomenclaturas. Me acuerdo, me acuerdo tanto: Rubén Darío se desplazó vertiginosamente en mi geografía poética, de la noche a la mañana pasó a ser un gran poeta lejano, como Quevedo o Shelley o Walt Whitman; en nuestra dilatada, desierta y salvaje tierra mental, que habíamos llenado de necesarias y vagorosas mitologías, Residencia se precipitó en la Argentina como antaño San Martín en Chile para liberarlo, como Bolívar picando sus águilas desde el norte; la poesía tiene su historia militar, sus conquistas y sus batallas, el verbo es legión y carga, y la vida de todo hombre sensible a la palabra guarda en su memoria incontables cicatrices de esos profundos, indecibles arreglos de cuentas entre el ayer y el hoy, entre lo artificial y lo auténtico; inútil murmurar que lo recíproco no existe, que Chile está hoy ahí para probar hasta qué punto la historia militar ignora la poesía, eso que en última instancia es lo humano en su exigencia más alta, allí donde la justicia se quita la venda que el sistema le ha puesto en los ojos y sonríe como una mujer que ve jugar a un niño.

         Neruda no nos dio demasiado tiempo para recobrarnos, para tomar esa distancia que la inteligencia establece hasta con lo más amado puesto que su razón de ser está en un plus ultra incesante. Aceptar, asimilar Residencia en la tierra exigía acceder a una dimensión diferente de la lengua y, desde allí, ver americano como jamás se había visto hasta entonces. (Ya algunos de nosotros, movidos por el azar de librerías o amistades, entrábamos con el mismo asombro en una nueva faceta de esa inconcebible metamorfosis de nuestra palabra: Trilce, de César Vallejo, llegaba a Buenos Aires desde el norte, viajera secreta y temblorosa trayendo claves diferentes para un mismo reconocimiento americano). Pero Pablo no nos dio tiempo a mirar en torno, a hacer un primer balance de esa multiplicada explosión de la poesía. Vastos poemas que formarían luego parte de la tercera Residencia se sumaban tumultuosos a la primera gran cosmogonía para afinarla, especializarla, traerla cada vez más al presente y a la historia. Cuando la guerra civil española lo lleva a escribir España en el corazón, Neruda ha dado el paso final que lo desplaza del escenario a los actores, de la tierra a los hombres; su definición política, que tanto malentendido innoble haría surgir (y pudrir) en América Latina, tiene la necesidad y la llaneza del cumplimiento amoroso, de la posesión en la entrega última; y es fácil advertir que el signo ha cambiado, que a la lenta, apasionada enumeración de los frutos terrestres por boca de un hombre solitario y melancólico, sucede ahora la insistente llamada a recobrar esos frutos jamás gozados o injustamente perdidos, la proposición de una poesía de combate lentamente forjada desde la palabra y desde la acción.

         En Buenos Aires, capital de la prescindencia histórica, este segundo y más terrible espolazo de Neruda bastó para hacer caer muchas máscaras; me tocó ver, testigo irónico, cómo nerudianos fanáticos repudiaban bruscamente su poesía, mientras oportunistas al viento de las reivindicaciones exaltaban una obra que les era palpablemente ininteligible salvo en sus significados más obvios. Quedaron los que lo merecían, comprometidos o no en el plano político (lo digo expresamente, puesto que a mí me faltaba aún la Revolución Cubana para despertarme), y para esos la obra de Neruda siguió siendo como un pulso, una vasta respiración americana frenética a las delicuescencias pasatistas y las fidelidades cada vez más ridículas a los cánones extranjeros.

         Sé que le debo a Neruda el acceso a Vallejo, a Octavio Paz, a Lezama Lima, a Cardenal, poetas tan diferentes como unidos, tan individuales como fraternos. Pero lo repito, él no nos daba tregua, no nos dio nunca tregua; poema tras poema, libro tras libro, su imperiosa brújula exigía la revisión de nuestros rumbos, nos llamaba sin proponérselo, sin el menor paternalismo de poeta mayor, de abuelo Hugo latinoamericano; simplemente ponía otro libro sobre la mesa, y pálidos fantasmas corrían a esconderse. Cuando llegó el Canto general, el ciclo de creación entró en su último día necesario; luego seguirían muchos otros, memorables o de simple fiesta, vendrían los poemas bien ganados del que se sienta a recordar su vida con los amigos, como el entrañable Extravagario y tantos momentos del Memorial de Isla Negra; Neruda envejecía sin renunciar a su sonrisa de muchacho travieso, entraba por la fuerza de las cosas en el ciclo de las solemnidades, los paseos utilizables, la más que innecesaria consagración del Premio Nobel, último manotazo del sistema para recuperar lo irrecuperable, el aire libre, el gato en el tejado jugando con la luna.

         Mucho se ha escrito sobre el Canto general, pero su sentido más hondo escapa a la crítica textual, a toda reducción solo centrada en la expresión poética. Esa obra inmensa es una monstruosidad anacrónica (se lo dije un día a Pablo, que me contestó con una de sus lentas miradas de tiburón varado), y por ello una prueba de que América Latina no solamente está fuera del tiempo histórico europeo sino que tiene el perfecto derecho y, lo que es más, la penetrante obligación de estarlo. Como, en un terreno no demasiado diferente al fin y al cabo, Paradiso, de José Lezama Lima, el Canto general decide hacer tabla rasa y empezar de nuevo; por si fuera poco, lo hace. Porque apenas se piensa en esto, es casi obvio que la poesía contemporánea de Europa y de las Américas es una empresa definitivamente limitada, una provincia, un territorio, a la vez dentro del campo de expresión verbal y dentro de la circunstancia personal del poeta.

         Quiero decir que la poesía contemporánea, incluso la de intención social como la de un Aragon, un Nazim Hikmet o un Nicolás Guillén, que me vienen los primeros a la memoria y están lejos de ser los únicos, se da circunscrita a determinadas situaciones e intenciones. Más perceptible es esto todavía en la poesía no comprometida, que en nuestros tiempos y en todos los tiempos tiende a concentrarse en lo elegíaco, lo erótico o lo costumbrista. Y en ese contexto, cuya infinita riqueza y hermosura no solo no niego sino que me ha ayudado a vivir, llega un día el Canto general como una especie de absurda, prodigiosa geogonía latinoamericana, quiero decir, una empresa poética de ramos generales, un gigantesco almacén de ultramarinos, una de esas ferreterías donde todo se da, desde un tractor hasta un tornillito; con la diferencia de que Neruda rechaza soberanamente lo prefabricado en el plano de la palabra, sus museos, galerías, catálogos y ficheros que de alguna manera nos venían proponiendo un conocimiento vicario de nuestras tierras físicas y mentales, deja de lado todo lo hecho por la cultura e incluso por la naturaleza, él es un ojo insaciable retrocediendo al caos original, una lengua que lame las piedras una a una para saber de su textura y sus sabores, un oído donde empiezan a entrar los pájaros, un olfato emborrachándose de arena, de salitre, del humo de las fábricas. No otra cosa había hecho Hesíodo para acabar los cielos mitológicos y las labores rurales; no otra cosa intentó Lucrecio, y por qué no Dante, cosmonauta de almas. Como algunos de los cronistas españoles de la conquista, como Humboldt, como los viajeros ingleses del Río de la Plata, pero en el límite de lo tolerable, negándose a describir lo ya existente, dando en cada verso la impresión de que antes no había nada, de que ese pájaro no tenía ese nombre y de que esa aldea no existía. Y cuando yo le hablé de eso, él me miraba con sorna y volvía a llenarme el vaso, señal inequívoca de que estabas bastante de acuerdo, hermano viejo.

         Por cosas así pienso que la obra de Neruda ha sido para los latinoamericanos de mi tiempo algo que trasciende los parámetros usuales en que dialécticamente se mueven el hacedor y el lector de poesía. Cuando pienso en ella, la palabra obra tiene para mí una consistencia arquitectónica, un peso de mampostería, porque su acción en muchos de nosotros no solo se cumplió en ese plano general de enriquecimiento ontológico que da toda gran poesía, sino en el de una toma directa de contacto con materias, formas, espacios y tiempos de nuestra América. ¿Quién podrá llegar hasta el litoral chileno y asomarse al Pacífico implacable sin que los versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia en la tierra, quién subirá a Machu Picchu sin sentir que Pablo lo precede en la interminable teoría de peldaños y colmenas? Lo digo con riesgo, lo digo con dolor: cuánta poesía querida se me adelgazó entre las manos después de esa terrible precipitación mineral y celular. Y lo digo también con gratitud: porque ningún poeta mata a los demás poetas, simplemente los ordena de otra manera en la trémula biblioteca de la sensibilidad y la memoria. Habíamos vivido y leído de prestado, aunque los préstamos fueran tan hermosos; habíamos amado en la poesía algo como un privilegio diplomático, una extraterritorialidad, el nepente verbal de tanta torpe tiranía y tanta insolente expoliación de nuestras vidas civiles; sin soberbia, sin jamás reprocharnos nuestras delicadas prescindencias, Neruda nos abrió la más ancha de las puertas hacia esa toma de conciencia que algún día se llamará de versos libertad. Ahora podíamos seguir leyendo a Mallarmé y a Rilke, puestos en su órbita precisa, pero ahora no podíamos negar que éramos latinoamericanos; yo sé, lo sabe lo más exigente de mi ser, que nadie salió perdiendo en esa confrontación poética.

         Por eso, a los que demasiado fácilmente olvidan, los invito a releer el Canto para que a la luz (no a la tiniebla) de lo que ocurre en Chile, en Uruguay, en Bolivia complete usted mismo la lista interminable, verifiquen la implacable profecía y la invencible esperanza de uno de los hombres más lúcidos de nuestro tiempo. Imposible abarcar ese horizonte, esa rosa de los vientos que se vuelve húmedo erizo para apuntar a sus multiplicados rumbos; solo aludiré al retrato de tanto dictador, de tanto tirano que Neruda nombró y describió sin vacilar en ese libro como si supiera que iba más allá de sus miserables personas, que su denuncia abarcaba un futuro donde habría de esperarlo otra vez la pesadilla. Los invito, para no citar más que uno, a releer el poema en que González Videla es acusado de traidor a su patria; y a sustituir su nombre por el de Pinochet, a quien Allende también habría de llamar traidor antes de caer asesinado; los invito a releer los versos en que Neruda transcribe cartas y testimonios de chilenos torturados, vejados y muertos por la dictadura; habría que estar ciego y sordo para no sentir que esas páginas del Canto general fueron escritas hace dos meses, hace quince días, anoche, ahora mismo, escritas por un poeta muerto, escritas para nuestra vergüenza y acaso, si alguna vez lo merecemos, para nuestra esperanza.

         Conocí muy poco al hombre Neruda, porque entre mis defectos está el de no acercarme a los escritores, preferir egoístamente la obra a la persona. Dos testimonios había tenido de su afecto por mí: un par de libros dedicados que me hizo llegar a París, sin que jamás hubiera recibido nada mío, y una página que envió a alguna revista cuyo nombre no recuerdo, y en la que generosamente trataba de aplacar una falsa, absurda polémica entre Arguedas y yo a propósito de escritores “residentes” y escritores “exiliados”. Cuando Allende asumió la presidencia en noviembre de 1970, quise estar en Santiago cerca de mis hermanos chilenos, asistir a algo que para mí era harto más que una ceremonia, la primera apertura hacia el socialismo en el sector austral del Continente. Alguien llamó a mi hotel, con una voz de lento río: “Me dicen que estás muy cansado, ven a Isla Negra y quédate unos días, ya sé que no te gusta ver gente, estaremos solos con Matilde y mi hermana, Jorge Edwards te traerá en auto, vendrán Matta y Teresa a almorzar, nadie más”.

         Fui, claro y Pablo me regaló un poncho de Temuco y me mostró la casa, el mar, los solitarios campos. Como si tuviera miedo de cansarme, me dejó andar por los salones vacíos, mirar despacio y a mi gusto la caverna de Aladino, su Xanadú de interminables maravillas. Casi inmediatamente comprendí esa correspondencia rigurosa entre la poesía y las cosas, entre el verbo y la materia. Pensé en Anna de Noailles preguntándole a una amiga el nombre de una flor entrevista en un paseo, y asombrándose: “Ah, pero si es la misma que tantas veces he nombrado en mis poemas”, y sentí lo que iba de eso a un poeta que jamás nombró sin antes palpar, vivir lo nombrado. Cuánto resentido, cuánto envidioso ironizó en su día sobre los mascarones de proa, los atlas, los compases, los barcos en las botellas, las primeras ediciones, las estampas y los muñecos, sin comprender que esa casa, que todas las casas de Neruda eran también poemas, réplica y corroboración de las nomenclaturas de Residencia y del Canto, prueba de que nada, ninguna sustancia, ninguna flor había entrado en sus versos sin ser lentamente mirada y olida, sin darle y ganarse el derecho a vivir siempre en la memoria de los que recibirían en pleno pecho esa poesía de encarnación verbal, de contacto sin mediaciones.

         Incluso la muerte de Neruda entre escombros y alimañas uniformadas, ¿no es un último poema de combate? Sabíamos que estaba condenado por el cáncer, que era una cuestión de tiempo y que acaso hubiera muerto el día en que murió aunque la ralea vencedora no le hubiera destrozado y saqueado la casa. Pero el destino habría de dibujarlo hasta el fin como lo que él había querido ser; voluntariamente o no, ya ajeno a lo circundante o mirando las ruinas de su casa con esos ojos de alcatraz a los que nada escapaba, su muerte es hoy su verso más terrible, el salivazo en plena cara del verdugo. Como en su día el Che Guevara, como Nguyen Van Troy, como tantos que mueren sin rendirse. Me acuerdo de la última vez que lo vi, en febrero de este año; cuando llegué a la Isla Negra me bastó ver la gran puerta cerrada para comprender, con algo que ya no eran las certidumbres de la ciencia médica, que Pablo me citaba para despedirse. Mi mujer había esperado grabar una charla con él para la radio francesa; nos miramos sin hablar, y el grabador quedó en el auto.

         Matilde y la hermana de Pablo nos llevaron al dormitorio desde donde él confirmaba su diálogo con el océano, con esas olas en las que había visto los gigantescos párpados de la vida. Lúcido y esperanzado (eran las vísperas de las elecciones en las que la Unidad Popular afirmó su derecho a gobernar) nos dio su último libro. “Ya que no puedo ir a las manifestaciones ni hablarle al pueblo, quiero estar presente con estos versos que escribí en tres días”. El título lo explicaba todo: Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena; versos para gritar en las esquinas, para que los cantores populares les pusieran música, para que los obreros y los campesinos los leyeran en sus centros y en sus casas. Un televisor a los pies de la cama lo mantenía al tanto del proceso electoral; novelas policiales, que tanto le gustaban, eran mejor sedante que las inyecciones cada vez más necesarias. Hablamos de Francia, de su último cumpleaños en la casa de Normandía adonde los amigos habíamos llegado de todas partes para que Pablo sintiera un poco menos la geométrica soledad del diplomático famoso, y donde con gorros de papel, largos tragos y música lo despedimos (él lo sabía, y nosotros sabíamos que él lo sabía). Hablamos de Allende, que había venido a visitarlo en esos días sin previo aviso, sembrando la estupefacción con un helicóptero inconcebible en la Isla Negra, y por la noche, aunque insistíamos en irnos, en que descansara, Pablo nos obligó a mirar con él un horrendo folletín de vampiros en la televisión, fascinado y divertido al mismo tiempo, abandonándose a un presente de fantasmas más reales para él que un futuro que sabía cerrado. En mi primera visita, dos años atrás, me había abrazado con un hasta pronto que habría de cumplirse en Francia; ahora nos miró un momento, sus manos en las nuestras, y dijo: “Mejor no despedirse, ¿verdad?”, los fatigados ojos ya distantes.

         Era así, no había que despedirse; esto que he escrito es mi presencia junto a él y junto a Chile. Sé que un día volveremos a Isla Negra, que su pueblo entrará por esa puerta y encontrará en cada piedra, en cada hoja de árbol, en cada grito de pájaro marino, la poesía siempre viva de ese hombre que tanto lo amó.

(Ginebra, 1973)

Augusto Monterroso, maestro del minicuento

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Este año se cumplieron diez del fallecimiento de Augusto Monterroso, uno de los maestros de América y del mundo, en el género microcuento. Es bueno expresar, como lección para los noveles escritores de cuento, que de entrada subestiman el oficio por considerarlo de arte menor, que lean la obra del maestro y asimilen sus palabras, sabias, cómo no, sobre dicho arte. Pero antes, veamos que dice otro maestro en el asunto, Julio Cortázar, del cuento y de nuestro escritor:

“Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquél que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa”.

Esta apreciación, bastante precisa y casi gráfica del cuento y del oficio de escritor, es lo que encontramos en la obra de Augusto Monterroso, corta por lo demás y a su vez tejida de cuentos cortos; más que cortos, breves. Al respecto, el mismo  Monterroso dice: “si a uno le gustan las novelas, escribe novelas; si le gustan los cuentos, uno escribe cuentos. Como a mí me ocurre lo último, escribo cuentos. Pero no tantos: seis en nueve años, ocho en doce. Y así. Los cuentos que uno escribe no pueden ser muchos. Existen tres, cuatro o cinco temas; algunos dicen que siete. Con esos debe trabajarse. Las páginas también tienen que ser solo unas cuantas, porque pocas cosas hay tan fáciles de echar a perder como un cuento”.

Fuente: el mundo

¿Qué es la gramática?

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La gramática es el conjunto de reglas y principios que gobiernan el uso de un lenguaje determinado.

Los principales tipos de gramática que existen son:

1.- Es la que presenta normas de uso para un lenguaje específico, por ejemplo: este tipo de gramática está basada usualmente en el dialecto de prestigio de una comunidad hablante, y desaconseja a menudo ciertas construcciones que son comunes entre los grupos socioeconómicos bajos.

2.-Gramática descriptiva: se enfoca en dar significado o describir el uso actual de una lengua. Se aplica a determinadas comunidades sin preocuparse por la formalidad y la normativa, y tratando de proveerle reglas para el uso de los vocabularios que las mismas consideran correcto.

3.-Gramática tradicional: herencia gramatical heredada de Grecia y Roma. La gramática prescriptiva tiene mucha influencia de la tradicional. No así la descriptiva, que evita circunscribir el lenguaje a estos modelos antiguos.

4.-Gramática funcional: se basa en la visión general sobre la organización del lenguaje natural expuesta por Simon Dik , la cuál contempla tres normas básicas: tipológica, pragmática y la psicológica. Los términos: adverbio, verbo, sustantivo, complemento, etc. Son formas gramaticales.

¿Para qué nos sirve la gramática?

La gramática ayuda a mejorar el uso que se hace del lenguaje, principalmente en la parte escrita o lo que conocemos como ortografía, al conocimiento de la estructura de las oraciones o su sintaxis, a los componentes de las palabras y las oraciones dicho de otra forma su morfología, e inclusive en lo que tiene que ver con la fonética o los sonidos.

El dominio de la gramática solo se logra aprendiendo de la misma, leyendo, escuchando atentamente y practicando, así vamos adquiriendo destreza en la estructuración correcta del lenguaje y su utilización.